por Fabiana Grasselli [1]
El horizonte histórico que se abre en Argentina, hacia fines de los sesenta, es el escenario del último tramo del itinerario intelectual de Rodolfo Walsh. Una época caracterizada por la inestabilidad institucional provocada por los reiterados golpes de Estado y la represión hacia los sectores populares, así como por la politización de importantes sectores de la sociedad y la revuelta política y social. En el ámbito de la cultura condensan experiencias de un campo intelectual latinoamericano y argentino radicalizado, en el que la importancia política concedida al intelectual, al artista y a sus producciones específicas estuvo acompañada de una interrogación permanente por su legitimidad social y por la intensa voluntad de crear un arte político y revolucionario.
El ciclo de auge de masas conocido como “los azos”, cuyo inicio puede situarse en los años 1968/1969, influyó en las prácticas culturales, lo cual se evidencia en la reorientación de la mirada de una importante fracción de ese campo intelectual hacia una articulación con el movimiento obrero y el proceso ascendente de la protesta social. Ejemplo de ello son las experiencias y acontecimientos ocurridos en una situación de confluencia entre núcleos de intelectuales y sectores de trabajadores que se ligaron a la CGT de los Argentinos; como Tucumán Arde, el grupo Cine Liberación, el encuentro Cultura 68, la producción gráfica y muralística de Ricardo Carpani, el propio Semanario CGT.
En el marco de este proceso, muchos intelectuales estuvieron dispuestos a la participación activa en la vida revolucionaria. Es, precisamente, en ese tiempo denso que es posible evidenciar una rearticulación de la relación entre política y escritura en la producción de Walsh. Las modulaciones que presentan sus decisiones estético-políticas y su reivindicación de los géneros testimoniales como la categoría artística más adecuada para dar cuenta de la realidad histórica y de la lucha popular muestran una redefinición de su proyecto escritural operado como una tentativa, siempre tensada, de transitar la escritura como una práctica militante.
Las violencias del oficio de escribir
Cuando a fines de 1956 se entera de la noticia acerca de los fusilamientos de José León Suárez, Rodolfo Walsh es un periodista de revistas masivas y un narrador de cuentos policiales que ha recorrido todas las etapas de formación del escritor profesional, en el marco de la industria cultural. Ocupante de los márgenes del campo y escritor de “géneros menores”, había logrado hacia mediados de los años cincuenta, un cierto reconocimiento por parte de los intelectuales de Sur. Si en un breve lapso Walsh pudo haber aceptado el destino de heredero epigonal de Borges como escritor reconocido de cuentos policiales, un acontecimiento inesperado lo desviaría cuando esa historia difusa sobre fusilamientos clandestinos lo atrae, lo inquieta, lo impele a encontrarse y a entrevistar a Juan Carlos Livraga, “el fusilado que vive”.
En un primer momento Walsh imagina que está frente a la “gran nota”, pero la experiencia de llevar adelante la investigación y la denuncia de la masacre de junio de 1956, rápidamente lo pone frente al silencio de los grandes medios de prensa, completamente subordinados a los intereses circunstanciales del gobierno y frente a la maquinaria represiva del régimen de la Revolución Libertadora, que oculta sus crímenes políticos borrándolos de la historia, buscando hacerlos “desaparecer” de la memoria colectiva. Contra esa “operación” escribe su texto Rodolfo Walsh, y lo hace recurriendo a las herramientas de su oficio. Cultor de la narrativa policial, Walsh recrea, en más de un detalle, sus cuentos policiales, en especial sus Variaciones en rojo (1953), pero invirtiendo su formulación narrativa. A la construcción mental de un acertijo (el crimen y sus indicios) sucede la búsqueda del autor de los rastros y evidencias reales que altos personajes del gobierno de la Revolución Libertadora intentan escamotear. Si en sus cuentos policiales los vestigios del asesinato señalaban a personajes ficcionales, los cuerpos esparcidos en el basural de José León Suarez acusan a un régimen: el culpable es ahora el Estado (Berg, 2008). Como periodista, Walsh apela a todas las prácticas que abarca el trabajo en la prensa: consulta fuentes documentales e identifica informantes para construir la argumentación de la investigación, utiliza la técnica del reportaje, pronuncia las “palabras-ganzúa” y obtiene testimonios, reconstruye los hechos para la crónica, pone en juego sus contactos en los círculos del periodismo independiente para conseguir la publicación de sus notas.
A partir de esa experiencia que implica Operación Masacre, el proyecto intelectual ligado a la literatura de ficción y al periodismo cultural es redefinido y reorientado. El joven escritor toma una distancia emancipatoria de la zona cultural a la que luego denominaría “oficialismo literario”, bajo la cual podía alcanzar una carrera literaria reconocida, y desvincula de la órbita estética de Sur el capital simbólico que laboriosamente había acumulado. La razón del desplazamiento es la escritura de Operación Masacre, que da lugar a un modo de narrativa novedosa desde lo estético y lo político y a una práctica intelectual que se reterritorializa en la práctica política contrahegemónica y que cuestiona los presupuestos de la legitimación literaria. Se trata de un cuestionamiento que también lo alcanza a él mismo, en tanto escritor cuya promoción había comenzado por esa filiación borgeana, y que lo obliga a una revisión de las ideas identificadas con la lógica hegemónica del campo que desemboca en ese redireccionamiento de su trayectoria intelectual. Walsh transfiere ese capital simbólico a un espacio riesgoso (Fernández Vega, 1997, p. 160) que es el del intelectual contestatario, quien hace de la escritura una impugnación y genera con ella un triple efecto: el efecto político es el de la puesta en evidencia del carácter criminal de un Estado que violenta los derechos humanos y descarga su violencia sobre los sectores subalternos; el efecto en el ámbito de la cultura es el de develar a las instituciones periodísticas y literarias del campo intelectual como parte de las redes del poder del statu quo con intereses y lógicas similares; y el efecto estético –que una década después será una estrategia estético-política consciente– es el de desafiar las convenciones literarias haciendo estallar las fronteras entre los géneros y reasignando a la práctica literaria un valor de praxis política. Como señala Lafforgue, escribir dentro de un género supone no traspasar sus límites, acatar sus reglas y convenciones, y de allí que, cuando la escritura desiste de recrearse, cuando sus referentes son los vendavales de la historia y los asume con la plenitud de sus medios, se produce una ruptura, dando lugar a algo inédito, fundador de discursos. Así ocurre en la escritura de Walsh. “Al romper su pacto con el género [policial] (y pese a su actitud injustamente desdeñosa hacia el mismo) no arroja sus enseñanzas al cesto de los deshechos sino que las potencia, fusionándolas con nuevos aprendizajes, construyendo, con asombro, con exasperación, con lucidez, otro saber” (Lafforgue, 2004, s/p).
Así, Walsh crea un formato escritural, el género testimonial, caracterizado por constituirse como una urdimbre de voces y fragmentos; retazos de novela, testimonio, historia, reportaje, relato policial, crónica periodística; jirones de la experiencia histórica de los sectores populares y sus narrativas. Es una escritura que actúa, que busca producir efectos sobre la realidad –desentrañar la verdad, conseguir que se castigue a los culpables y obtener reparación para las víctimas– y que también produce efectos sobre lo literario. Los saberes, los instrumentos de su oficio juegan un papel clave. Walsh recupera aquellas prácticas de narrador de policiales y de periodista que posibilitan articular ese relato “necesario”, las arranca de la enunciación convencional, de los modos discursivos pautados, canonizados y tolerados dentro de las instituciones de la cultura dominante y las pone a funcionar en un artefacto textual que se rebela frente al poder del Estado represor y que desafía las instituciones culturales que detentan el poder en el campo intelectual de la época.
Desacralización del arte y narración de memorias subalternas
Si bien antes de la inflexión constituida por los años 1968-1969, Walsh había sido autor de importantes relatos testimoniales, Operación Masacre (1957) y ¿Quién mató a Rosendo? (1969), no los consideraba literatura, sino escritos periodísticos. Es hacia principios de la década de los setenta cuando conceptualiza lo testimonial como producción literaria. De este modo, articula un gesto que entrevera los géneros, que rebasa los límites entre los discursos instituidos como lo literario y lo no literario. A partir de ese hito, sus textos se proponen explícitamente como la escritura propia de un tiempo en el que las nociones de trabajo literario y acción revolucionaria se sobreimprimen en una búsqueda de disolución de sus fronteras. A este punto de su trayectoria, el escritor ha acumulado experiencias como militante en su paso por el MALENA y el Peronismo de Base; también como intelectual partidario de la Revolución Cubana pronto a involucrarse en la lucha armada, y como trabajador intelectual, orgánico a una central sindical combativa, la CGT de los Argentinos. Su habitus se va rearticulando a partir de la pertenencia a espacios intelectuales que asumen las polémicas culturales bajo el signo de la transformación de la sociedad en una necesidad de generar reglas propias para la práctica simbólica. En un mismo sentido puede leerse su adhesión a las resoluciones emanadas del Congreso Cultural de La Habana de 1968, y la asunción de una perspectiva que lo compromete en su tarea de escritor como trabajo para la revolución. Son necesarias nuevas formas de producir, comunicar y hacer circular las producciones artísticas para superar los cánones de la ideología burguesa. En ese marco, se replican en diferentes textos de Walsh, en entrevistas y en sus papeles personales, afirmaciones programáticas que abordan el vínculo entre literatura y política haciendo referencia a la valoración estética, política y social de los géneros testimoniales. En la muchas veces citada entrevista que Ricardo Piglia le hizo a Walsh, publicada en 1973, este realiza la operación de conceptualizar a la escritura testimonial como producción literaria, otorgándole así el estatuto de arte: “El testimonio y la denuncia son categorías artísticas por lo menos equivalentes y merecedoras de los mismos trabajos y esfuerzos que se le dedican a la ficción” (Walsh, 1994 [1973], pp. 67-68). Cuando es convocado, en 1970, como jurado del “Primer Premio Anual” al género testimonio de Casa de las Américas, responde que considera “un gran acierto de Casa de las Américas haber incorporado el género testimonio al concurso anual” porque constituye “la primera legitimación de un medio de gran eficacia para la comunicación popular” (Casa de las Américas, Nº 200, 1995, p. 121).
Los tres grandes relatos testimoniales de Walsh comparten características que permiten visualizar la dinámica en la que se juegan las marcas de las circunstancias sociales y políticas que constituían su contexto histórico, las transformaciones en el campo intelectual y los saberes que las experiencias proporcionadas por el trabajo del escritor en el terreno del periodismo, la literatura y la militancia política fueron configurando a lo largo de su trayectoria. Una de esas características está dada por el hecho de que las tres investigaciones periodísticas precipitan, algún tiempo después de realizadas, en la edición bajo el formato acabado del libro, como relatos testimoniales o novelas de no ficción, es decir que “su continuidad deja de estar quebrada en sucesivas ediciones y rompe con la inmediatez que caracteriza a las noticias” (Amar Sánchez, 1992, p. 90). Así, en la introducción de 1972 de Operación Masacre, Walsh afirma: “Livraga me cuenta su historia increíble; la creo en el acto. Así nace aquella investigación, este libro” (Walsh, 2004 [1972], p. 19); también en la “Ubicación” que abre Caso Satanowsky, el autor explicita el pasaje a la forma del libro: “Caso Satanowsky es una actualización de las 28 notas que, con ese título, salieron en 1958 en la desaparecida revista Mayoría. Salvo un rejunte pirata impreso en aquella época por desconocidos, no se había publicado hasta ahora en forma de libro” (Walsh, 2007b [1973], p. 17). Lo mismo ocurre en la “Noticia preliminar” de ¿Quién mató a Rosendo?, donde Walsh anota: “Este libro fue inicialmente una serie de notas publicadas en el Semanario CGT a mediados de 1968” (Walsh, 2003 [1969], p. 7). La otra característica es el gesto que los tres relatos presentan de “perpetuo inacabamiento, de obras en constante reformulación” (Ferro, 2007, p. 11), en las que la reescritura de los hechos actualiza la narración en consonancia con el avance de las investigaciones. En el caso de Operación Masacre, ese mecanismo se intensifica a través de las sucesivas reediciones.
Estas dos características señaladas evidencian la presencia de un doble movimiento en los textos testimoniales walshianos. Dicho movimiento da cuenta de una dialéctica entre las circunstancias históricas, políticas y sociales que constituyen su contexto de enunciación, y la escritura misma que se hace cargo de los acontecimientos silenciados en esa coyuntura histórica. En un sentido, esta escritura adquiere corporalidad definida y acabada cuando decanta en la forma del libro, cuando deja de ser una serie de notas y pierde la condición efímera y dispersa de los artículos periodísticos para transformarse en un texto que reclama el estatuto de lo literario buscando a la vez una transformación en las convenciones establecidas por la institución literaria. Sin embargo, en otro sentido, este libro en constante reelaboración, de escritura continuamente reactualizada, propone una forma-libro que no se adecua a las exigencias del canon literario, puesto que se instala en una dinámica de retroalimentación, por una parte, con la investigación periodística que nutre su materialidad con nuevos hallazgos, nuevos documentos, nuevas pruebas, nuevos testimonios; y por otra parte, con las reinterpretaciones ideológicas que su autor va elaborando en función del momento histórico. En mi entender, no sucede en estos relatos, como considera Ana María Amar Sánchez, que la narración –dentro del objeto material libro– se autonomice y “se encierre”, trazando sus límites con precisión y produciendo un efecto de aislamiento que, para Amar Sánchez, es el rasgo propio de lo literario (Amar Sánchez, 1992, p. 90). Más bien, en lugar de autonomizarse y volverse sobre sí mismos para transformarse en literatura, estos relatos inauguran una forma-libro que no los limita y literaturiza de un modo esperable dentro de la tradición literaria dominante. Estos relatos proponen un formato de libro cuyos marcos, constituidos por elementos paratextuales (introducciones, prólogos, epílogos), no señalan una frontera precisa entre el mundo interno y externo de la obra, sino una zona de contacto configurada en la ambigüedad que proponen: en un sentido, se organizan como libros (obras literarias), pero en otro, rompen con las convenciones y la estabilidad de esa forma-libro. Respecto de la desestabilización de la forma-libro, Daniel Link ha señalado que Walsh realiza una “operación fundamental: la disociación entre la forma novela y la forma libro. Así, uno puede leer varias “novelas serias”, solo que fragmentadas y diseminadas en diferentes libros. Una de esas novelas es el denominado ciclo de los irlandeses, una novela de aprendizaje cuyo primer texto es “El 37” (no recopilado en libro) y que se integra sin violencia en la serie “Irlandeses detrás de un gato” (de Los oficios terrestres); “Los oficios terrestres” (de Un kilo de oro) y “Un oscuro día de justicia”. Por otro lado “Fotos” (de Los oficios terrestres) y “Cartas” (de Un kilo de oro) forman la novela del campo bonaerense. Varios de los anteriores, junto con “Corso” (de Los oficios terrestres), “La mujer prohibida” y “La máquina del bien y del mal” pueden leerse como la novela de las lenguas, esas “lenguas del oprobio” que salen “de cárceles, manicomios y leprosarios” para “arrasar la inicua ciudad” (Link, 1994, pp. 57-58).
En síntesis, los tres relatos testimoniales, con sus particulares significaciones según el momento de la trayectoria del autor en que devienen libros, buscan salir de la inmediatez de lo periodístico para desplazarse hacia el territorio de lo literario. No obstante, ese desplazamiento no es dócil, sino que entraña un gesto de rebelión: la escritura está en estado de inacabamiento, va mutando en diálogo con el tiempo histórico, y sobre todo con las interpretaciones que de ese tiempo histórico hace el autor. El pasaje al formato libro y la reescritura de los relatos testimoniales constituyen operaciones a partir de las cuales Walsh parece ir proponiendo, de modo más o menos consciente y hasta hacerlo en forma programática, una literatura no monumentalizada, no cristalizada de una vez y para siempre en la idea burguesa de “la obra”. Se trata de una escritura literaria desobediente, que inscribe la experiencia estética en la experiencia histórica, a través de esa dialéctica irresuelta entre momento político, procesos sociales y discurso literario. Como señala Roberto Ferro, los textos de Walsh “exhiben desaforadamente el encuentro, el pasaje, la confrontación de dos formaciones discursivas diferentes: la literatura y la política, que se traman y entrelazan” (Ferro, 2007, p. 11). Ahora bien, esta literatura y esta política entrelazadas, en Walsh, se van entramando en un escenario improntado por las condiciones históricas. Las instancias en que las notas periodísticas devienen libro y el libro es reescrito, emergen en particulares circunstancias históricas que se imbrican con momentos singulares de la trayectoria del escritor, y es en vínculo con ello que los textos adquieren nuevas significaciones. Si el trabajo de Walsh con los géneros testimoniales está presente en distintos momentos de su recorrido, en los tempranos setentas la opción por lo testimonial se resignifica, adquiere densidad, se vuelve programática y es visibilizada como respuesta provisoria a la pregunta por las relaciones entre arte y política, por el lugar de los intelectuales en la revolución, por la búsqueda de géneros capaces de proporcionar a los sectores populares una memoria propia de lo acontecido. Aun asumiendo la existencia de las contradicciones y ambivalencias que acompañaron a Walsh hasta sus últimos días en lo que concierne a la función social de su escritura y a sus preocupaciones estético-políticas, es claro que en su escribir testimonial se ponen en contacto dos formaciones discursivas, literatura y política, siempre en un equilibrio precario, bajo esas condiciones en las cuales Walsh avizora la posibilidad del cambio revolucionario, una transformación que traza nuevos nexos y habilita otras experiencias para los sectores populares.
Se trata de una escritura que puede empuñarse como un arma en varios sentidos: como discurso develador del carácter histórico del conflicto entre los sectores subalternos y las clases dominantes; como una reconstrucción del pasado reciente desde la perspectiva de los dominados; como un modo discursivo que activa en los lectores la comprensión política y la intervención sobre la realidad histórica; como escritura estético–política desacralizadora capaz de cuestionar los conceptos institucionalizados acerca de lo que es lo literario, subvirtiendo esa ideología inmovilizante que concibe la literatura como un compartimento estanco. Cuando Walsh dice, hacia el final de la “Carta abierta de un escritor a la junta militar”, que “aún si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de veinte años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán desaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas” (Walsh, 1994 [1977], p. 253), otorga al recuerdo que se recupera y que se hilvana en la urdimbre de la memoria colectiva la función de proporcionar cohesión e identidad para un grupo social. De igual modo, en la “Noticia preliminar” de ¿Quién mató a Rosendo?:
En el llamado tiroteo de La Real de Avellaneda, en mayo de 1966, resultó asesinado alguien mucho más valioso que Rosendo. Ese hombre, el Griego Blajaquis, era un auténtico héroe de su clase. A mansalva fue baleado otro hombre, Zalazar, cuya humildad y cuya desesperanza eran tan insondables que resulta como un espejo de la desgracia obrera. Para los diarios, para la policía, para los jueces, esta gente no tiene historia, tiene prontuario; no los conocen los escritores ni los poetas; la justicia y el honor que se les debe no cabe en estas líneas; algún día sin embargo resplandecerá la hermosura de sus hechos y la de tantos otros, ignorados, perseguidos y rebeldes hasta el fin (Walsh, 2003 [1969], 7-8).
En un sentido benjaminiano, la memoria a la que contribuyen estos relatos de Walsh articula recuerdos que se hacen presentes al sujeto en el instante de peligro (Benjamin, 1982); “sin esperanzas de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido”, escribe Walsh en su Carta Abierta a la Junta Militar. Walsh es el narrador de relatos peligrosos que politiza el arte, porque su literatura rescata la trayectoria de los muertos por las causas populares, reconstruye las luchas de las que participaron y repone los eslabones de la cadena de rememoración de estas luchas. Walsh trabaja como el narrador de Benjamin. El trabajo de quien usa la razón crítica, narrador o historiador, se realiza sobre ruinas, sobre fragmentos del pasado marcados por la dominación, los conflictos, las fisuras, las rupturas, que se deben rescatar en la experiencia histórica. Es precisamente la labor del narrador, de quien articula pasado y presente, salvar a los muertos del enemigo que cuando vence (y aún no ha cesado de vencer) se apropia de la tradición de los oprimidos y convierte el recuerdo en instrumento de la clase dominante. Para ello es necesario peinar la historia a contrapelo, ver el pasado iluminado por el presente y descubrir su promesa de futuro (Benjamin, 1982). Walsh escribe estos textos iluminando los fragmentos del pasado escamoteados por la historia oficial para restituir a los sectores obreros y populares una tradición de resistencia que enfrenta la peligrosidad del presente, un relato de la memoria colectiva contrahegemónica: Guevara y Masetti, su hija Vicky, los jóvenes guerrilleros y los intelectuales combatientes; los obreros, los estudiantes, el pueblo luchando en las calles, enfrentando y resistiendo a las dictaduras. En esa reposición de lo que no es inmediatamente percibido, los textos testimoniales aparecen como una práctica crítica que revela aspectos expresamente ocultados por “los dueños de todas las cosas”, al decir de Walsh. La reorganización de los marcos de visibilidad que ponen en juego estos textos (testimoniar la violencia política) no refiere a un problema de “contemplación”. No se trata de proporcionar una mejor descripción del mundo y de los sucesos históricos, sino de una cuestión política: de transformarlo. De allí la amalgama entre experiencia estética y experiencia histórica que hace a la peligrosidad de su literatura. Se trata de textos que ponen en juego una des-monumentalización de una historia de dominación, tejiendo, a su vez, a contrapelo, una historia de rebelión. De la articulación entre arte y política y del hacer de la literatura una forma de praxis deriva la capacidad walshiana para cuestionar el arte burgués, la visión de la historia desde los sectores dominantes y el orden social capitalista, mostrando su transitoriedad y las condiciones de posibilidad para su transformación. En este sentido, los relatos testimoniales de Walsh constituyen un modo de conocimiento crítico, una transformación de la literatura en un arma cargada de futuro.
En ese atravesar el campo de experimentación política denso y complejo, contradictorio y acelerado, que al decir de Daniel Bensaïd propician las crisis históricas (Bensaïd, 2003, p. 52), Walsh intenta con sus textos testimoniales otras posibilidades para decir al ritmo vertiginoso de un tiempo de revuelta. Ese tiempo que posibilitó umbrales de enunciabilidad para sus testimonios empeñosos contra la violencia desatada por “los de arriba”. De allí un proyecto escritural que apela a la construcción de un “arte nuevo”, que explora formas de narrar la experiencia histórica de los sectores subalternos y que irrumpe sobre el terreno de la literatura radicalizando, violentando y revolucionando sus nociones dominantes. Es por ello que el dispositivo discursivo que funciona en estos textos da lugar a una movilización de la experiencia histórica de los sectores populares y las fuerzas contrahegemónicas que, a la vez que imposibilita la fosilización o monumentalización del pasado (al recuperar los pasados truncados), visibiliza la violencia inscripta en el presente. De ese modo, favorece una experiencia estética que se aparta de la contemplación inmóvil para ir en la búsqueda de una conciencia activa y crítica de la condición histórica de las obras de arte. En esta articulación entre experiencia histórica y estética, el dispositivo desplegado en los textos de Walsh configura un vínculo entre práctica política y práctica literaria capaz de generar una respuesta para la crisis de la cultura burguesa: la politización del arte.
Notas
[1] Fabiana Grasselli es Dra. en Ciencias Sociales por la UBA y Lic. En Letras por UNCuyo. Docente de la carrera de Comunicación Social de la Universidad Nacional de Cuyo e investigadora del Conicet. Sus temas de investigación gravitan en torno a los vínculos entre testimonio y literatura en Argentina y a la relación entre experiencias políticas y lenguaje desde una perspectiva feminista.
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Grasselli, F. (2022). Rodolfo Walsh y lo testimonial: una literatura peligrosa. En Rodolfo Walsh, a 45 años de su desaparición [dossier]. Sociales y Virtuales, 9(9). Recuperado de http://socialesyvirtuales.web.unq.edu.ar/rodolfo-walsh-y-lo-testimonial-una-literatura-peligrosa/
Ilustración de esta página: UNQ (2017). Clínicas Walsh. Obras exhibidas en la exposición colectiva “Nosotros, Rodolfo”, que se gestó a partir de las obras producidas durante las clínicas.
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