«¡Ay Jalisco, no te rajes!» Perspectiva para un análisis sociológico de la producción cinematográfica de México entre 1930 y 1940

 por Ernesto Albariño  

Resumen

En este artículo analizaremos ciertas características particulares de la producción fílmica de México entre los años 1930 y 1940. Si bien toda periodización puede ser arbitraria y no corresponderse con las dinámicas y discontinuidades entre el tiempo político, social o cultural, hemos definido temporalmente el alcance de este trabajo considerando una típica producción fílmica que originó un cambio fundamental en la industria cinematográfica mexicana: la comedia ranchera. Durante el período en estudio se produjo tanto el crecimiento de la producción como la construcción de un mercado que influyó en las trayectorias colectivas e individuales de realizadores, artistas y agentes de distribución.

Siguiendo los aportes teóricos de Pierre Bourdieu, en el presente trabajo, introductorio del tema de estudio, nos proponemos bosquejar rasgos característicos de la temática, dramaturgia y realización de la producción fílmica mexicana. Sostendremos que tanto en los inicios cuasi artesanales del cine como en su posterior etapa preindustrial e industrial se instauró un sistema simbólico persistente expresado en un tópico que se desplegó inicialmente en las enunciaciones mitificadas de los productos documentales de fines del porfiriato  y se continuó en los relatos fílmicos sobre la Revolución mexicana y en las comedias populares.

Anclaje conceptual

Retomaremos en el presente estudio conceptos clave del sociólogo francés Pierre Bourdieu, uno de los más influyentes en la disciplina, que nos permitirán analizar en qué contexto sociohistórico se produjeron y qué función, insospechada por los realizadores, tomaron las creaciones fílmicas mexicanas entre 1930 y 1940.

En una conferencia pronunciada en la Universidad de San Diego (California), publicada bajo el título “Espacio social y poder simbólico”, el autor sostiene que:

comienzo-citas Existen en el mundo social mismo, y no solamente en los sistemas simbólicos, lenguaje, mito, etc, estructuras objetivas, independientes de la conciencia y de la voluntad de los agentes, que son capaces de orientar o de coaccionar sus prácticas o sus representaciones…hay una génesis social de una parte de los esquemas de percepción, de pensamiento, de acción que son constitutivos de lo que llamo habitus y por otra parte estructuras, y en particular de lo que llamo campos y grupos, especialmente de lo que se llama generalmente las clases sociales (1988, p.127).

Por habitus se consideran:

comienzo-citas Sistemas de disposiciones duraderas y transferibles, estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes, es decir como principios generadores y organizadores de prácticas y de representaciones que pueden estar objetivamente adaptadas a su fin sin suponer la búsqueda consciente de fines ni el dominio expreso de las operaciones necesarias para alcanzarlos (Bourdieu, 2007, p.88).

A su vez, por campo se entiende un espacio de juego históricamente constituido con sus instituciones específicas y sus leyes de funcionamiento propias. Un campo social constituye un campo de luchas destinadas a conservar o a transformar ese campo de fuerzas. El capital simbólico en un campo pudo haber sido acumulado en luchas anteriores. “Todo campo es el lugar de una lucha más o menos declarada por la definición de los principios legítimos de división del campo” (Bourdieu, 2014, p.13).

En un trabajo anterior (1983), el autor sostiene que:

comienzo-citas Los escritores y artistas constituyen, al menos a partir del romanticismo, una fracción dominada de la clase dominante, que en razón de su posición estructuralmente ambigua está necesariamente obligada a mantener una relación ambivalente tanto con las fracciones dominantes de la clase dominante (‘los burgueses’) como con las clases dominadas (‘el pueblo’), y a hacerse una imagen ambigua de la propia función social (p.23).

Siguiendo a Bourdieu (2007), podríamos preguntarnos cómo intervienen esas creaciones artísticas en la reproducción simbólica de las relaciones sociales que, a su vez, operan “en disposiciones duraderas y transferibles” (p.88) como reproducción social de la estructura de capital político, económico, cultural y, claro, simbólico. O cuáles son las “formas que revisten las diferentes especies de capital cuando son percibidas y reconocidas como legítimas” (Bourdieu, 1988, p.131). Esa producción-reproducción fílmica produce-reproduce las relaciones sociales, las representa. Estamos ante la reproducción simbólica de las relaciones sociales de producción, de la concentración de capital y el ejercicio político derivado de esa concentración.

En línea con los postulados teóricos de Bourdieu (1988), podríamos decir que esas reproducciones fílmicas miran con el ojo social de los dominantes el mundo propio y el mundo de los dominados; que esas formas exteriores de la dominación son reproducción simbólica, cultural, política…son su exteriorización como legitimación de hábitos y relaciones. También cuando a cuento de costumbres se reproducen escenas de trabajadores, relaciones que no son sino reproducción de capital económico. Es así que las escenas de trabajo rural aparecen presentadas más como registro de destrezas personales que como momento de la reproducción social del capital, como circunstancia en el que “el mundo social se presenta como una realidad fuertemente estructurada” (Bourdieu, 1988, p.135).

Asistimos, entonces, a proyecciones fílmicas que tienen la calidad de operar como forma de percepción, reproducción y construcción de la realidad social en la que “las relaciones objetivas de poder tienden a reproducirse en las relaciones de poder simbólico” (p.138).  Estamos ante una producción cinematográfica, ante un cine, que en el campo de producción de bienes culturales “provee una base para las luchas simbólicas por el poder de producir y de imponer la visión del mundo legítimo” (p.136), intentando expresar cuál es ese mundo legítimo.

Aquellos orígenes

En México las primeras proyecciones fílmicas se realizaron a fines del siglo XIX. Según diversos registros, en aquellos años de apogeo del gobierno del General Porfirio Díaz1 tuvo lugar la primera proyección el 6 de agosto de 1896 en el mismísimo Castillo de Chapultepec2 (de los Reyes, 2016). De esa función a cargo de Gabriel Veyre y Claude Ferdinand Bon Bernard, representantes de los hermanos Lumière, participó la familia del presidente y parte de su gabinete. Se realizó, además, una proyección para la prensa y unos días después (el 27 de agosto de 1896) se inició oficialmente, con la apertura de una sala en la ciudad, la exhibición comercial de películas al público.

Aquella proyección inaugural en el Castillo de Chapultepec daría a los aventureros franceses la posibilidad de otras filmaciones: Porfirio Díaz se convertiría tanto en la primera estrella del cine nacional como en el primer espectador cinematográfico. Incluso, llegó a autorizar a Veyre y Bon Bernard la filmación de 26 películas en las que él era el protagonista (Cruz Quintana, 2011). En los títulos figuraba el nombre del presidente como personaje principal, por ejemplo: El presidente Porfirio Díaz paseando a caballo en el Bosque de Chapultepec3 de 1886.

Entre las películas que los camarógrafos representantes de los hermanos Lumière filmaron en 1896 se encuentra el cortometraje Alzamiento de un novillo en el que se grabaron las primeras imágenes de un charro mexicano, un personaje emblemático del cine ranchero y popular del período de oro del cine mexicano4.

Un año después de aquellos emprendimientos originarios, empresarios y exhibidores mexicanos expandieron las salas de proyección hacia el interior de México tomando un carácter itinerante. Valente Cervantes, un realizador-exhibidor pionero, entrevistado por Aurelio de los Reyes, historiador especializado en cine mexicano, recordaba “cuando viajábamos por los pueblos, un burro, un caballo, una mula o dos burros y una mula para nuestro tanque de ´gas de oxilita para producir electricidad’ y las películas, otra para mi hermano y para mí…” (de los Reyes, 2016, p.134).

Las primeras realizaciones comerciales mexicanas se iniciaron en el año 1898. Según las fuentes mencionadas, el francés Charles (Carlos) Mongrand, representante de Lumière, entre otros, fue uno de los iniciadores de esa producción. Las películas, que en su gran mayoría eran un registro documental, daban cuenta de la vida diaria de los mexicanos, de fiestas, encuentros deportivos y actos políticos. Se llegaba a anunciar el lugar donde se realizarían las filmaciones para asegurar la participación de sectores populares que, una vez realizada la grabación, serían, a su vez, espectadores. El fotógrafo Agustín Jiménez recordó unos años después, según menciona Aurelio de los Reyes (2016):

comienzo-citas Anunciábamos que el domingo siguiente nos colocaríamos con la cámara frente a la puerta de la parroquia, para tomar vistas de la salida de la misa de las doce, recomendando a cuantos quisieran aparecer en la cinta que se presentaran decentemente vestidos (…) la noche del estreno todos los actores improvisados acudían al cine en masa, para verse en la película (p.135) .

Aquel cine inicial con participación popular se convirtió en un registro casi antropológico de costumbres. Por su parte, las filmaciones de actos oficiales que acompañaban las proyecciones se constituyeron en instrumentos de propaganda política. Las exhibiciones que se llevaban a cabo en lugares diversos, sostiene Fernando Cruz Quintana (2011), aún aquellas en que el presidente Díaz era el personaje central, no eran sino negocios familiares de camarógrafos-productores y de exhibidores dueños de carpas. En ciudad de México entre 1896 y 1900 se instalaron “22 barracas (construcciones rústicas de madera y lona) en los barrios populares” para realizar las proyecciones (de los Reyes, 2016, p.134).

Entre 1917 y 1920 se llegaron a realizar en promedio más de diez películas por año. Durante el período se fundaron dos estudios cinematográficos. Ese lento crecimiento se vio interrumpido a partir de 1921. Se instalaron, en ese entonces, en ciudad de México oficinas distribuidoras de películas de origen estadounidense que desplazaron al cine europeo y al mexicano. Esa competencia arrasó con las productoras locales.

Hacia el final de los años veinte el cine mexicano atravesaba una situación difícil. El sonido representaba un cúmulo de problemas técnicos y económicos para una cinematografía de escasos recursos, pero al mismo tiempo parecía darle ciertas ventajas, pues se suponía que el público analfabeto (el 72 % de la población para la época) no aceptaba las cintas estadounidenses con subtítulos. Si bien Hollywood también producía películas sonoras dobladas al español, los espectadores mexicanos comenzaron a rechazar las historias que proponía el cine estadounidense y el particular acento “español estadounidense” en que era hablado. En México entre 1930 y 1931 se produjo solo una película al año. En pocos años desaparecieron las producciones del cine de Hollywood en otro idioma y empezó un período de crecimiento en la industria mexicana que, a partir de 1931, inició producciones sonoras con temas locales. Santa (1931) de Antonio Moreno fue la primera película sonorizada de éxito que dio comienzo al período clásico-industrial del cine.

En todo este tiempo se produjo un desplazamiento del registro documental iniciado con los “rituales de poder” de Porfirio Díaz, que vimos en el período inicial, hacia una creciente producción ficcional que, alentada por la sonorización, permitió recurrir en el relato cinematográfico a piezas de la música popular, aunque aún se constata un crecimiento desparejo de la industria. El investigador Pablo Piedras (2012) en un trabajo sobre el cine de la época sostiene que “si bien se abren muchas nuevas compañías de producción el éxito del público le estaba deparado a muy pocas películas” (p.111) .

Durante la década de los 30 se filmaron, además, películas sobre la historia mexicana y la Revolución: ¡Que Viva México! de S. Eisenstein (1931), aún silente, La sospecha de Pancho Villa (1932), Enemigos (1933), Juárez y Maximiliano (1934), entre otras. A su vez, el director Fernando de Fuentes5 estrenó su reconocida trilogía: El prisionero 13 (1933), El compadre Mendoza (1933) y Vámonos con Pancho Villa (1935) (Tuñón, 2010).

Enrique Krauze en “Los temples de la cultura” (2010) sostiene que Fernando de Fuentes fue quien incorporó al charro mexicano como personaje popular en el cine y le dio su definitiva estatura en la película Allá en el Rancho Grande del año 1936. Acerca del mencionado director, Pablo Piedras (2012) señala que “si bien adopta una mirada cuestionadora, tiende a evadir cualquier tipo de profundización de las causas y políticas de la Revolución, para constituirse en una crítica de corte conservador” (p.113). Este autor sostiene que la perspectiva de Fernando de Fuentes es más bien reaccionaria “dado que elimina o desplazada del terreno de la representación los elementos que remiten a las razones, sistema de valores e ideología política que originaron el proceso revolucionario” (p.113).

El cine de la Revolución

La docente e investigadora Alma Delia Rojas Zamorano (2010) sostiene que “la Revolución mexicana (como) movimiento económico, político, cultural y social que cambió masas, ideologías y conciencias fue el mito sagrado del cinematógrafo sonoro mexicano de 1930 a 1940” (p.2).

La Revolución mexicana6 produjo en el fragor de la batalla su propia iconografía, su propio cine, su propia producción musical y su propia literatura. Centenares de fotógrafos, conocidos y anónimos, y propietarios de cámaras de cine grabaron diversos momentos de la lucha armada. El periodista estadounidense John Reed, enviado a cubrir los sucesos revolucionarios por el Metropolitan Magazine y The World de Nueva York, escribirá desde cada frente de batalla artículos que luego serán parte su célebre libro, México Insurgente; y el escritor mexicano Mariano Azuela publicará en 1915 su conocida novela Los de abajo.

Javier Campo (2012) manifiesta que “antes que la literatura y el arte se encargaran de los temas de la Revolución los operadores del cinematógrafo tomaron sus cámaras y, sin plan de rodaje previo, salieron a registrar los sucesos candentes del conflicto armado” (p.129). Los enfrentamientos, la movilización de tropas, los ingresos a ciudades aliadas y pueblos enemigos y los desplazamientos de combatientes en trenes militarizados se constituyeron en memoria fotográfica y fílmica de la contienda. Esos registros se convirtieron en fuente de toda la iconografía de la Revolución mexicana y su posterior recreación.

Uno de los archivos más importantes de fotografías sobre este período es el que comenzaron los hermanos Agustín y Miguel Casasola, quienes mostraron las conocidas imágenes de enfrentamientos y combatientes, hombres con uniformes militares o vestidos de charros armados y “soldaderas” con cananas y bandoleras como la célebre Adelita, “que a mas de ser valiente era bonita”, como dice el corrido a ella dedicado.

Desde el inicio de las movilizaciones de tropas y los enfrentamientos, las productoras de cine estadounidense se interesaron en la posibilidad de registrar y comercializar las filmaciones del conflicto. Aurelio de los Reyes (1985) menciona las productoras Mexican Film Company de San Francisco, The Motion Picture Distribuiting and Sales Company, The Independent Moving Picture, The New York Motion y Picture Company, entre otras, que registraron la movilización de la caballería, la artillería y la infantería del ejército norteamericano en la frontera con México; maniobras militares ocasionadas por el levantamiento de Francisco Madero contra Porfirio Díaz o escenas de combate, campamento y diversión de las tropas. También de los Reyes señala que las películas eran comercializadas con títulos como: El peligro de Díaz, Revolución en México, El General Orozco se prepara para la guerra, La caballería de la frontera mexicana o Escenas de las fuerzas armadas estadounidenses listas para invadir, si es necesario.

Si Porfirio Díaz tuvo en Veyre y Bon Bernard sus productores casi personales de piezas fílmicas celebratorias, Pancho Villa firmó el 3 de enero de 1914 un contrato con la productora estadounidense Mutual Film Corporation  para que un equipo de filmación siguiera los movimientos de sus tropas y sus batallas y realizara la película, un docudrama diríamos hoy, en la que sería el principal protagonista: The Life of General Villa. El convenio contemplaba un pago de entre 25.000 y 50.000 dólares que fueron destinados a cubrir los gastos de la División del Norte y los costos de las armas. La producción incluía filmaciones e imágenes fotográficas. El acuerdo consideraba la contratación de técnicos y actores estadounidenses y la provisión de caballos y de uniformes que solo podían ser usados cuando se realizaran las filmaciones. En un primer momento se consideró que el director de la película fuera David Griffith, pero este cineasta estaba ocupado en realizar una de sus obras más importantes: El nacimiento de una Nación, estrenada en 1915. La Universidad Autónoma de Guadalajara en el año 2003 dio su respaldo a un documental del cineasta Gregorio Rocha en el que se investiga el contrato entre Villa y esa productora y sus realizaciones: Los rollos perdidos de Pancho Villa7.

Si bien Emiliano Zapata no tuvo como Pancho Villa una relación tan estrecha con los productores cinematográficos, quizás el momento más glorioso de las filmaciones sea la entrada de los revolucionarios a ciudad de México el 6 de diciembre de 1914. Luego del encuentro de sus líderes en Xochimilco, 50.000 partidarios armados del Ejército Libertador del Sur, conducido por Emiliano Zapata, y de la División del Norte, encabezada por Pancho Villa, desfilaron por el centro de la ciudad. Según imágenes de ese momento, Villa vestía su traje militar azul marino y gorra con un águila bordada mientras que Zapata cabalgaba con un traje de charro con chaqueta amarilla adornada con un águila bordada en oro en la espalda y sombrero también bordado en oro.

La comedia ranchera y un mito persistente: el charro mexicano

Los registros oficiales de los camarógrafos de Porfirio Díaz y las imágenes de anónimos fotógrafos, de cineastas amateurs y profesionales que registraron los desplazamientos de las fuerzas revolucionarias, se constituyeron en fuentes para el cine de la etapa pre-industrial e industrial del cine mexicano.

Desde aquel período inicial del cine en México comenzó el montaje de un mito persistente: el charro mexicano, una cierta estilización de un personaje compuesto sobre la base de características específicas: buen jinete, de vida rural y con una vestimenta particular. Así, se instalaron formas populares idealizadas que, a su vez, fueron tomadas por los sectores populares como cualidades propias e identificatorias.

En 1896 se filmaron las primeras imágenes de un charro en el ya mencionado cortometraje Alzamiento de un novillo, de los camarógrafos Veyre y Bernard. Unos años después, en 1917, en el cine mexicano mudo de ficción apareció el Charro Negro. La instalación definitiva de esa imagen en el cine silente internacional se dio en 1931 cuando Sergei Eisenstein lo incorporó a su película ¡Qué viva México! 

Sobre el charro como mito mexicano Siboney Obscura Gutiérrez (2003), investigadora de la Universidad Nacional Autónoma de México, en su tesis de maestría, sostiene que se trata de un estereotipo recreado a partir de un recorrido histórico por las figuras rurales coloniales, porfirianas, revolucionarias y posrevolucionarias, que se estilizan en dos películas representativas del género: Allá en el rancho Grande y ¡Ay Jalisco, no te rajes!

Fernando de Fuentes, que catapultó al charro como estereotipo mítico, también le dio un ambiente rural: el rancho mexicano. En México durante la Reforma, con Benito Juárez, se sancionó, no sin resistencia de la institución involucrada, la desamortización de tierras que pertenecían a la Iglesia8.  Esa confiscación y redistribución de las tierras originó una burguesía terrateniente muy poderosa, los hacendados, y por su parte, despojó de sus tierras o pauperizó a los pueblos indios en México. En sucesivos procesos de transferencia de propiedad se formó también un propietario medio, el ranchero, que se convirtió en una pequeña burguesía agraria conservadora e influyente durante el porfiriato.

La producción de la comedia ranchera como género dramático romántico y rural en el cine mexicano “provocó la consolidación de la industria fílmica mexicana durante los últimos años de la década de los treinta” (Vidal Bonifaz, 2011, pp.4-6). El charro y la comedia ranchera se constituyeron en una expresión cultural excluyente de México en América, España y, como vimos, EE.UU.

Allá en el Rancho Grande de Fernando de Fuentes dio origen en 1936 a varias películas que definieron las características del género: ambiente rural, idealizado, relaciones autoritarias, a veces ásperas, dominación del ranchero con sus colaboradores, y amoríos contrariados que se resolvían con canciones y escenas edulcoradas. Si bien las canciones empezaron a tomar importancia ya en las primeras películas, se instalaron definitivamente cuando Jorge Negrete, el “charro cantor”, filmó en 1941 ¡Ay Jalisco, no te rajes! del director José de Jesús Rodríguez Ruelas.

Con respecto a las canciones, sones y corridos, integrados a las películas, pero también difundidos a través de la radiofonía y las grabaciones discográficas, se constituyó un sistema musical sonoro que afianzó un mercado de bienes culturales y simbólicos de características identitarias particulares. La investigadora Rosario Vidal Bonifaz (2011) sostiene que “estas películas se convirtieron en el mejor medio masivo audiovisual para dar a conocer y propagar” (p.8) costumbres y maneras en un lenguaje coloquial cotidiano como elementos de identidad cultural entre espectadores rurales y urbanos, entre rancheros y campesinos. El lenguaje fílmico fue el mejor medio de difusión, sobre todo en la población rural, que para la década de los 30 era el 65,23 % de los mexicanos, como ya vimos, con un grado importante de analfabetismo, que para el año 1930 era del 72 % y para el año 1940 era del 61 % (Baitellon, 1993).

Aquel éxito inicial dio origen a una numerosa producción fílmica. Así, con disímil aceptación se produjeron: ¡Ora Ponciano! de Gabriel Soria en 1936; Adiós Nicanor de Rafael Portas; Amapola del camino de Juan Bustillo Oro; ¡Así es mi tierra! dirigida por Arcady Boitler; Las cuatro milpas de Ramón Pereda y Jalisco nunca pierde de Chano Urieta, entre otras. Fernando de Fuentes realizó dos películas en 1937 que repetían la fórmula exitosa: Bajo el cielo de México y La Zandunga. En esta época en que se afianzó, como dijimos, la industria fílmica mexicana, se constituyeron alrededor de una decena de empresas productoras, buena parte de las cuales debutaron filmando comedia ranchera.

La investigadora Marina Díaz López (2002) en su extensa e interesante tesis de doctorado sostiene que la representación del mundo hacendario que hace el cine mexicano de la época coincide con el debate político generado por la reforma agraria que pretendía la redistribución de las tierras y la desarticulación de los latifundios. La producción y exhibición de Allá en el Rancho Grande tuvo lugar durante el gobierno de Lázaro Cárdenas en momentos en que se ponía en marcha esa reforma, una antigua aspiración de los campesinos durante la Revolución.

Desde mediados del siglo XIX la propiedad de la tierra fue motivo de conflictos. La desamortización de tierras durante la Reforma, a la que ya hicimos mención, no destruyó la concentración de esa propiedad, fue una redistribución con expropiación de la Iglesia y los pueblos indígenas, pero que mantuvo extensos latifundios ahora en mano de poderosos terratenientes. La reforma agraria es un punto clave, durante la Revolución fue una reivindicación campesina. En todas las presidencias anteriores a Lázaro Cárdenas desde la Constitución de 1917 solo se habían distribuido diez millones de hectáreas entre 800.000 labriegos, durante los seis años de gobierno del general progresista, entre 1934-1940, se expropiaron diecinueve millones de hectáreas.

Las comedias rancheras, sostiene Rosario Vidal Bonifaz (2011), “sustentaban sus mensajes en una dramaturgia clara y profundamente conservadora” (p.7). El público que hizo triunfar este género estaba integrado por sectores de la población urbana y de la pequeña-burguesía agraria que habitaba en pueblos y en ciudades de provincia. Esta población rural, como vimos la mayoría del país, estaba siendo partícipe o testigo de la reforma agraria cardenista, un hecho que la afectaba directamente.

Aurelio de los Reyes (1987) opina que el público mexicano aceptó la saga de películas rancheras “quizá porque estaba atemorizado de la jerga ‘comunista’ manejada por los círculos gubernamentales y ante la inminente destrucción y desaparición de la hacienda” (p.152) y agrega que “Allá en el Rancho Grande significaba la nostalgia de un pasado inmediato que proponía mantener vivas las tradiciones y costumbres en vías de extinción” (p.153).

Carlos Monsiváis en No te muevas paisaje señala que, a pesar de su impronta nacionalista, “en un previsible examen ideológico de Allá en el Rancho Grande y sus secuelas se notarán de inmediato la carga reaccionaria, su odio implícito a la reforma agraria cardenista, su utopía latifundista, su elogio de la sumisión rural” (D´Ludo, 2002, p.294).

Este sistema de producción fílmica, de producción simbólica, involucró a productores, artistas, distribuidores y exhibidores, un colectivo de realizadores que se inició en el cine mudo y se consolidó en los inicios del cine industrial y tuvo una activa participación en la expansión comercial de esas producciones por el mundo. Entre los más destacados podemos mencionar al escritor Aurelio Robles Castillo, autor de la novela que dio nombre a la película ¡Ay Jalisco, no te rajes!9; al director y actor Emilio “Indio” Fernández; al actor Tito Guízar, que hizo la versión original de Allá en el Rancho Grande; también a Pedro Infante, Mario Moreno “Cantinflas” y al inefable Jorge Negrete, un cantante-actor que en la vida real fue un ranchero valentón y engreído que hacía casi de sí mismo en la ficción. Carlos Monsiváis agrega que:

comienzo-citas La comedia ranchera o el melodrama constituyen un beatus ille fílmico dentro del cual cuestiones sobre género, clase, raza e incluso geografía nacional son subsumidas de manera mítica bajo el artificio de una mexicanidad preciosista que, a su vez, está arraigada en un pasado romantizado implícitamente situado en el México prerrevolucionario de Porfirio Díaz” (D´Ludo, 2002, p.287).

De industria, de mercado y también de sindicatos

La comedia ranchera —que revitalizó, como dijimos, la industria fílmica mexicana, dándole ocupación a escritores, guionistas, compositores, actores y técnicos— consolidó no solo un mercado doméstico e internacional para los productos de esa industria sino que, como consecuencia de ese crecimiento de la actividad y de su profesionalización, también motivó la organización sindical de los diferentes agentes de la industria. Así, distribuidores, exhibidores, artistas y técnicos fundaron organizaciones sectoriales.

Durante los años de gobierno cardenista, de luchas obrero-patronales, se consolidó la organización sindical de los trabajadores. El político mexicano Vicente Lombardo Toledano10, quien desde 1923 venía desarrollando una activa participación en la organización de los sectores obreros, fue muy importante en esta etapa de institucionalización sindical de los trabajadores de la industria cinematográfica.

En 1937 se fundó la Federación de Trabajadores de la Industria Cinematográfica (FTIC) que agrupaba al Sindicato de Empleados Cinematografistas del Distrito Federal, a las filiales de ese sindicato que existían en ciudades del interior del país y a otras organizaciones de trabajadores de la industria como la Unión de Trabajadores de Estudios Cinematografistas de México. La FTIC se incorporó a la Confederación de Trabajadores Mexicanos, organización que dirigía Lombardo Toledano. Este dirigente político fue crítico de la estructura industrial de la cinematografía mexicana, sobre todo de la influencia del cine hollywoodense, y propuso a través del Sindicato de Actores Cinematografistas la federalización de la industria cinematográfica para regular las relaciones entre las diferentes ramas de la actividad  (Krauze, 2000).

Intelectuales, escritores y artistas

De la operación cultural que relatamos participaron intelectuales, escritores, guionistas, artistas, compositores, letristas, técnicos y hasta sindicalistas que favorecieron la conformación de un sistema de bienes simbólicos de dominación independientemente de sus intenciones. Ese grupo de escritores y artistas, como dice Pierre Bourdieu, contribuyeron “en razón de la ambigüedad estructural de su posición en la estructura de la clase dominante, a mantener una relación ambivalente, tanto con las fracciones dominantes de las clases dominantes (‘los burgueses’) como con las clases dominadas (‘el pueblo’)” (1983, p.23), y a formar una imagen ambigua de su posición en la sociedad y de su función social.

Una posición ambigua, pero no tanto, que según Carlos Monsiváis se expresaba en la producción del cine mexicano con cierta dualidad:

comienzo-citas Por un lado, el atractivo de la estética popular de las imágenes cinematográficas y las historias; por otro lado, la manipulación descarada de las clases populares, que son consumidores de las mitologías construidas de la mexicanidad que se retratan en la gran pantalla (D’Lugo, 2002, p.285).

Para Monsiváis ese cine “ha funcionado como método de contención de las aspiraciones populares a través de la propagación de una serie de ficciones nacionales codificadas a través del cine de la Época de Oro” (p.287) .

A modo de conclusión

Para finalizar, siguiendo a Bourdieu, podemos sostener que el régimen de propiedad de la tierra, el latifundio y la reforma agraria, las formas políticas del porfiriato, el período revolucionario y hasta las reivindicaciones campesinas se constituyeron en una estructura estructurante que persiste en la estructura narrativa de la comedia ranchera y en las historias de su personaje central: el charro mexicano, ya como hacendado o como combatiente, de la que los realizadores cinematográficos dieron cuenta.

Estas producciones forman parte y constituyen un campo de tensiones donde se pone en juego la capacidad de agencia de los actores sociales, los modos de dominación social y política. Es que respetando la dinámica sociohistórica, como sostiene Bourdieu (1988), esas “estructuras objetivas, independientes de la conciencia y de la voluntad de los agentes (que fueron) capaces de orientar o de coaccionar sus prácticas o sus representaciones” (p.127) se constituyeron en la génesis social de sus esquemas de percepción, pensamiento, acción y producción simbólica. Y en su reproducción, por empatía o rechazo crítico, participamos todos, aun como espectadores. punto final_it8x12


pastilla_der Notas

[1]  El General Porfirio Díaz ejerció el poder político en México de 1877 a 1911. Entre 1880 y 1884 fue ministro clave en la presidencia de su suegro. Este largo período se caracterizó por un gobierno militarista, conservador y autoritario con férreo control político y social por parte del presidente pero con notable crecimiento económico. Ante el agotamiento de ese período oligárquico, hacia 1908 Porfirio Díaz declaró públicamente, como esperaba la oposición política y algunos de sus seguidores, que no se presentaría para un nuevo período presidencial. No cumplió con tal promesa en 1910 y se desencadenaron los episodios que dieron inicio a la Revolución mexicana. Renunció en mayo de 1911.

[2El Castillo de Chapultepec es un palacio construido durante el virreinato como casa de verano de los virreyes en el centro del bosque homónimo. Fue la residencia oficial del emperador Maximiliano I de México (1864-1867) y de los presidentes del país entre 1884 y 1935. Chapultepec es una palabra de origen náhuatl que significa «cerro del saltamontes» o «cerro del chapulín».

[3Veyre, G y Bon Bernard C.F (1896) El presidente Porfirio Díaz paseando a caballo en el Bosque de Chapultepec https://www.youtube.com/watch?v=AG241xyUv8o

[4]  Estas filmaciones iniciales de los “rituales de poder” de Porfirio Díaz y las escenas de campo marcarán el cine de los años 30 en su lectura conservadora sobre la Revolución y los contenidos argumentales reaccionarios de las “comedias rancheras”.

[5Fernando de Fuentes fue escritor, productor, guionista, editor y director de cine. Nació el 13 de diciembre de 1893 en Veracruz, Veracruz, y murió en la Ciudad de México el 4 de julio de 1958. Los críticos coinciden en que: “De Fuentes es sin duda la figura más importante del cine mexicano de los treinta, es decir, de la primera época sonora” (Fichero de cineastas nacionales: Fernando de Fuentes. Por Eduardo de la Vega Alfaro. Dicine, No. 23, enero–febrero, 1988, pp.16 – 17).

[6] “La Revolución mexicana fue un amplio y complejo movimiento social, algunas de cuyas causas se remontaban a varios siglos (…) Fue el factor determinante de la evolución de México a lo largo del siglo XX”, Garciadiego (2010).

“La Revolución mexicana, movimiento económico, político, cultural y social que cambió masas, ideologías y conciencias fue el mito sagrado del cinematógrafo sonoro mexicano de 1930 a 1940”, Rojas Zamorano (2010).

“La Revolución, esencialmente burguesa a pesar de sus héroes campesinos, fue el despertar de la conciencia nacional, «una súbita inmersión», como lo ha expresado Octavio Paz, «de México en su propio ser». Fue un tiempo de caos sin rumbo en que un México heredero de un distante liberalismo europeo que podía ofrecerle inspiración pero no ideología —la Revolución rusa era todavía cosa del futuro— se vio obligado a extraer «de su fondo y entrañas, casi a ciegas… los fundamentos del nuevo estado», Harss (1966).

[7Rocha, Gregorio. Los rollos perdidos de Pancho Villa. https://www.youtube.com/watch?v=VhZd3RK9wpA

[8]   “Unos días después del 25 de junio de 1856 salió a la luz pública la ley en torno a la desamortización civil y eclesiástica (‘Ley sobre desamortización de bienes de las corporaciones civiles y eclesiásticas’), la cual marcaba, por primera vez a nivel nacional, lo que sería el proceso de desamortización de los ayuntamientos, colegios y de aquellas instituciones y bienes que se encontraban bajo la administración de la Iglesia del México de la segunda mitad del siglo XIX” (Escobar Ohmstede, 2012, párr.2).

[9] La obra de Aurelio Robles Castillo pertenece al subgénero de la novela cristera.  ¡Ay Jalisco, no te rajes! era el grito de los guerrilleros cristeros ante los soldados del ejército federal. Durante el enfrentamiento armado se daban valor con esa frase que supone no acobardarse, acojonarse, dirían también los mexicanos, ante una situación dura y hacerle frente. Esa expresión es de la región del altiplano jalisciense. Octavio Paz en El laberinto de la soledad dice “…el ideal de la hombría consiste en no ‘rajarse’ nunca” (1998, p 10).

[10]  Vicente Lombardo Toledano fue un escritor, educador, político y militante marxista de activa defensa de la causa de los obreros mexicanos que tuvo una larga trayectoria pública.  Marcela Toledano, su hija, recopiló en un libro Cine, Arte y Sociedad los artículos de su padre en los que expresa sus análisis y propuesta para la industria cinematográfica.

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¿Cómo citar este artículo?

Albariño, E. (2018). ¡Ay, Jalisco no te rajes! Perspectiva para un análisis sociológico de la producción cinematográfica de México entre 1930 y 1940. Sociales y Virtuales, 5(5). Recuperado de http://socialesyvirtuales.web.unq.edu.ar/ay-jalisco-no-te-rajes


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