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La «vuelta del perro», una de las formas de practicar la ciudad

Por Gabriel Scaletta Melo scaletta

Una reciente estadía en Bolivia me hizo reflexionar acerca de los modos particulares de conducir que tiene cada sociedad. El dicho “es más fácil ver la paja en el ojo ajeno, que la viga en el propio” podría ayudar a entender lo que me pasó. Los bolivianos, al igual que los roquenses, tienen sus propios rituales y tradiciones a la hora de conducir, maneras de manejar el automóvil costosas de entender para un foráneo. Yo no entendí con facilidad ciertas prácticas viales bolivianas. Al igual que para muchos —no locales— sería difícil entender nuestras maneras de manejar durante un ritual muy particular como lo es la “vuelta del perro”.

En la ciudad de General Roca (provincia de Río Negro) hay dos calles principales: la avenida Julio Argentino Roca, que es de doble mano y corre de norte a sur, y la calle Tucumán, que es de una sola mano y corre de oeste a este. Es así que la parte céntrica se constituye en una cruz y el paseo dominguero conocido como “la vuelta del perro” consiste en tomar “la Tucumán” —así la nombramos nosotros— de principio a fin, retomar por una paralela, y luego hacer lo mismo por la avenida Roca. Esta avenida, además, es la entrada principal a la ciudad y allí se encuentran varios de los hoteles más antiguos y algunas casas históricas. Por su parte, “la Tucumán” es una larga calle que alberga  muchas de las tiendas importantes, los cafés y las heladerías; además de los restaurantes, las rotiserías, las pizzerías y los basares. Ir “al centro” es sinónimo de ir a “la Tucumán” y viceversa. El hecho de  ser una de las primeras calles urbanizadas de la ciudad ha dejado inscripto en el imaginario del transeúnte que allí se “goza de un mayor privilegio”; o sea, tener el paso, poder transitar a velocidades muy bajas o estacionar en doble fila.

Recuerdo que cuando era niño salía a dar la “vuelta del perro” en el Ford Falcon de mi cuñado y tenía la sensación de ir en una procesión que nunca llegaba a su fin. Los domingos a la tardecita aún se da esa peregrinación (que a esta altura ya es un clásico de la ciudad) y su encanto, creo, se transmite generacionalmente. Cualquier persona recién llegada que maneje por esta calle será rápidamente reconocida e increpada a bocinazos si frenase para dar el paso: algo imposible y hasta peligroso por los choques que pudiera ocasionar. Si bien muchos conductores saben que la derecha tiene el paso, cuando van por “la Tucumán” se impone la tradición por sobre la norma: la norma es de esta manera interpretada, no acatada unívocamente.

Ahora bien…¿cómo hace alguien que quiere atravesar la Tucumán? Hay tres maneras: primero, si es un día domingo y entonces se debe cortar la “vuelta del perro”, lo que se hace es esperar que pase el último. Segundo, si es un día normal, lo que se hace es encarar, “meter la trompa”. Tercero, cuando andan pocos autos por la Tucumán, los que por allí manejan pueden darle el paso a los que quieren pasar a través de un “cabezazo”. Con una leve reducción de la velocidad y un cabezazo, quien quiere pasar acelera y agradece el gesto. Estas escenas que parecieran tan desordenadas mantienen la lógica del respeto al que viene por la calle principal. Hay algunos colectivos urbanos que la respetan y otros que no,  entran de manera peligrosa por Italia o por España a la calle a sabiendas de que el paso es de ellos cuando vienen por la derecha. Sin embargo, cuando ocurre esto la mayoría increpa al chofer, pese a que tiene razón, por realizar maniobras peligrosas. Ocurre entonces que cuando el código implícito tiene mayor fuerza que el prescripto es aconsejable respetar el primero para evitar catástrofes innecesarias. Repito algo importante antes de seguir: no es que la gente del lugar no conozca las reglas, es decir que el paso lo tiene el de la derecha siempre y cuando no baje de un puente, salga de una rotonda o de un paso a nivel, etcétera. No, no es eso. Lo que ocurre es una situación en la que la calle Tucumán suspende esta norma general de tránsito. La calle “se adueña de la ciudad” y otorga a quien va por ella un halo de legitimidad mayor que al resto.

La gente grande cuenta que antes había pocos autos y que encima sus dueños eran los patrones de la  mayoría de la población. Este patronazgo laboral concurría en un patronazgo civil que se manifestaba en hacer “lo que se quisiera en la calle”. Entre esas conductas se destacaban, por ejemplo, parar en doble fila y bajar a comprar cigarrillos o, incluso, detenerse para conversar un rato con algún que otro oligarca comerciante, así como también estacionar atravesado en las esquinas para tomar un café.

En los pueblos chicos siempre poseer un automóvil ha dado lugar a privilegios que exceden el ámbito específicamente monetario. Además de la distinción que aún conserva, tener un auto sirvió para ser elegido el encargado de llevar a la novia al altar, a una vecina a tomar su ómnibus de larga distancia o también para socorrer hacia el hospital a la parturienta que estaba a punto de dar a luz. Todavía se mantiene una colectiva e inconsciente herencia de agradecimiento en muchos casos hacia los que tienen autos desde hace tiempo: a casi muchos de ellos, alguien les debe un favor. Casualmente, o más bien causalmente, los dueños de las principales casas de la ciudad que se encuentran en la calle Tucumán, también son los dueños de los locales comerciales y de los primeros automóviles. Entonces, se suman los privilegios y aún permanece esa idea de que “ir por esa calle en auto es ser un privilegiado”, es “parecerse a”, es “ser como”. Auto y calle se amalgaman para renovar en el conductor  actual  la sensación de pertenecer a la otrora clase privilegiada. En la calle Tucumán aún el más pobre se convierte por unos instantes en un aristócrata. Sube el volumen de su estéreo, desabrocha un botón de su camisa, saluda a los transeúntes como desde una carroza triunfal,  fuma su Derby de manera extravagante, luce su auto luego de lavarlo, o pasea con la serenidad de un noble, aunque esté perfumado con Colbert Noir. Las otras cuestiones, por ejemplo el parar en doble fila o estacionar atravesado en las esquinas, poco a poco han comenzado a desaparecer como consecuencia del crecimiento del parque automotriz y, de algún modo, como consecuencia de una mayor democratización en la capacidad de tener un automóvil.

La calle Tucumán es una de las primeras calles comerciales y centro de reunión social. Por allí aún desfilan las carrozas en los aniversarios del pueblo. Antes el desfile era a caballo. Hay fotos antiguas en el museo local que retratan el pasado de esta calle. Como el caballo levantaba polvareda, entonces la calle era regada por los vecinos para que se pudiera pasear sin tanta tierra. En las esquinas se ponían los palos de atar al caballo que parecían monolitos en las entradas de los negocios. Esta calle ha sido, y lo sigue siendo, el lugar elegido para mostrarse. También es el lugar de las marchas y de las movilizaciones, o de los festejos futboleros. De manera tal que la calle también instala en quien va por ella esa especie de mito histórico, de emblema ciudadano. Ir por esa calle es estar en la ciudad, es participar, es mostrarse, es decir “yo estoy aquí”.

Erving Goffman (1979) considera que el tránsito siempre es ordenado y observa que ese orden se da porque las personas mantienen ciertas conductas que les impide chocarse de frente. “La vuelta del perro” no es un caos, tiene un código que es difícil de interpretar para las personas que no participan de esta “cultura vial local”. Si no hubiese un orden mínimo la gente no podría realizar “la vuelta” todos los domingos. También se evidencia lo que el autor denomina “la mutua confianza”: los participantes deben confiar en otros. En nuestro caso, se muestran reglas tácitas de respeto por el otro, de cuidado de no chocarlo, de no lastimarlo; si no existiera algo de esto se daría un choque  tras otro cada fin de semana. Si bien sabemos que el tránsito vehicular es menos tolerante que el caminar, creo que “la vuelta” habilita una buena dosis de tolerancia, quizás porque se realiza en un día no laborable. Asimismo, se desarrollan con claridad dos capacidades: la externalización de gestos corporales, principalmente el cabeceo del que va por Tucumán; y las respuestas de agradecimiento y el ojeo, de quienes se comunican en cada esquina.

Es interesante el análisis de esta situación a partir de la perspectiva de la interacción social ya que nos permite una puerta de entrada que va más allá de mirar infracciones que se están produciendo y nos concentra más en una mirada que permita comprenderlo antes que juzgarlo. También se analizan así cuestiones poco percibidas cotidianamente, conductas sociales que están marcadas por el peso de la tradición y que habilitan, por ejemplo, que una ciudad transgreda una norma durante un momento.

La “vuelta del perro” es una metáfora de lo que ocurre. El nombre alude al movimiento del perro para atrapar su cola. Es bien conocido que el perro gira sobre sí con un objetivo que nunca se cumple, pero que lo tiene atento solo al hecho mismo de lo que hace. La metáfora ayuda a nombrar,  pero no se da tal cual en los hechos. El perro gira para atrapar su cola, pese a que nunca lo logra, ese es su objetivo final. En la vuelta dominguera el sentido mismo está en girar, en dar la vuelta sin fin. La vuelta, así entendida, no tiene objeto final porque, justamente, la vuelta es el aliciente a la falta de metas que se produce los días domingos. La vuelta constituye una despedida del fin de semana y un momento para prepararse para lo que vendrá. Musicalmente tiene un semitono en realidad, un bemol, está en el medio de lo que fue y de lo que vendrá. En términos plásticos, su color no está definido, es un claroscuro, un gris o un beige. Es lógico que en este intersticio que va entre el fin de semana y el lunes se produzca una especie de sueño insomne generalizado. La vuelta autoriza un andar diferente, narcótico. Con este narcótico, uno termina de bajar  la euforia vivida durante el viernes y el sábado y se apresta al estrés que vendrá. La vuelta tiene un tiempo exacto siempre, la víspera del día laboral: es curioso que los fines de semana largos, la vuelta se traslada a los lunes. Actúa como un paréntesis, un no-tiempo que es tiempo: el tiempo de la espera y el de la despedida. Es un tiempo que a simple vista parece improductivo, pero no lo es. Es como la pausa del albañil o el cigarrillo del bancario, es el “time break” de la ciudad, es un descanso que se realiza en automóvil. La vuelta es necesaria, cuando no imprescindible para nuestra vida en General Roca.

En el texto La cabeza de Goliat Ezequiel Martínez Estrada (2001) presenta muchas imágenes y formas de ver la ciudad a partir de la movilidad. Para el autor hay en “La ciudad” distintas ciudades: la ciudad del automóvil, la del tren, la del colectivo, la ciudad del subterráneo, la del peatón. “La vuelta del perro” es una forma de vivir la ciudad, de “practicarla” —según De Certeau (2010)— de otra manera. “La vuelta” admite y rechaza cosas. Martínez Estrada realiza muchas comparaciones: la red de trenes con un pulpo, la ciudad con una colmena, el sub-terrráneo con los canales pluviales, el conductor con el jinete y el colectivero con el domador de caballos. Nuestra ciudad es como un sistema solar cuyo sol está en el cruce de Tucumán y avenida Roca, los autos son como planetas que realizan un movimiento mecánico, natural, magnético; un movimiento circular del que nadie voluntariamente puede escapar, casi como el giro del perro.

Estrada incluye una comparación interesante entre el viajar y el trasladarse. En subte  las personas se trasladan, dice, en cambio en los otros medios uno viaja y en ese viaje se sufre la afectación del otro. Pienso que durante “la vuelta del perro” no se dan ninguna de las dos. En el traslado se impone la necesidad imperiosa de un principio y un fin, de un punto de partida y uno de llegada. Ahora  bien… dónde empieza y dónde termina “la vuelta del perro” es casi imposible de saber.  A veces empieza y termina en nuestra casa, otras empieza en el río y termina en la plaza, se puede dar luego de una cena de camino a nuestro hogar, o de paso mientras llevamos a la novia a su casa. El viajar se diferencia por la afectación del otro, en esta vuelta insomne no creo que se produzca demasiada afectación entre los automovilistas, salvo que la pensemos en términos de un contagio masivo de ese estado narcótico al que refería líneas arriba. El auto es el caparazón del caballero dice Estrada, es su armadura. El auto ennoblece, da y quita prestigio. Andar en auto en la Tucumán es un doble prestigio.

El alemán George Simmel (1998) observa que en  la vida ciudadana el “citadino”, como define a quien allí desarrolla su existencia, ha ampliado su costado racional objetivo por sobre su costado afectivo subjetivo. El hombre es más racional en la ciudad porque esta actitud es necesaria para su subsistencia. Simmel considera como “escudo de defensa” al desarrollo de una vida caracterizada por el cálculo, la medición y la razón. La expresión máxima de estas relaciones que se dan en la ciudad, en donde lo que prima es el interés comercial, es el dinero. El dinero en las grandes ciudades modela las conductas de los ciudadanos y moldea las personalidades. Simmel compara las grandes ciudades con las pequeñas. En estas últimas el trato es más afectivo y menos racional que en las grandes. Para mí, durante la vuelta de los domingos se produce un paréntesis entre la racionalidad semanal y la dominguera. Mi ciudad es pequeña, pero no tanto como un pequeño pueblo rural. Entonces, los rasgos que describe Simmel acá están matizados, sobre todo la vuelta del perro, porque como las personas viajan a un ritmo menor que en la semana tienen más tiempo para darse gestos de cariño, de “pegarse un grito en broma”, de mandarse saludos entre coches, de besarse ante los semáforos rojos. Entonces, además, se suspende por unas horas la racionalidad urbana que refiere Simmel. Incluso se produce una baja de la estimulación visual y sonora de la que también habla el autor alemán. Durante ese momento hay muy pocos bocinazos o frenadas bruscas, los autos viajan con tranquilidad y visualmente no se reciben grandes estímulos porque los negocios están cerrados y el movimiento vehicular es muy monótono y previsible.

Es pertinente realizar un breve pasaje por la idea de “anomia boba” acuñada por Carlos Nino (1992). El autor desarrolla este concepto para dar cuenta de la “ajudicidad vial” que tenemos los argentinos. No solo lo demuestra estadísticamente sino que además demuestra las consecuencias que implica para el país la falta de cumplimiento de las normas en general y de las normas viales en particular. Nino (1992) dice que “la anomia en la que estamos incursos todos los argentinos provoca una desorganización  y caos de la vida colectiva que sin duda, debe tener efectos psicológicos profundos” (p.129). Durante “la vuelta”, la transgresión a la norma es evidente y constante, pero en este caso no se da ese caos del que habla Nino. No obstante, si el lunes se condujese como durante “la vuelta” ahí sería otra cosa. Lo que me animo a arriesgar es una hipótesis contraria a la de Nino: en ciertos casos, el incumplimiento de la norma escrita garantiza un tránsito ordenado y evita peleas e inconvenientes entre los automovilistas. Eso también se observa en la ciudad cuando pasa el cortejo fúnebre; todos detienen su marcha aún en los semáforos en verde, es decir que por algunos instantes, y en cumplimiento de una norma moral mayor como lo es la de “respetar al muerto”, también la anomia generalizada garantiza el orden y la paz social, al contrario de lo que expresa Carlos Nino. Igual que ocurre en la ciudad cuando gana la selección argentina, o alguno de los grandes equipos como Boca Juniors o River Plate.  La anomia traería los efectos señalados casi siempre, pero en algunas ocasiones la anomia produciría el efecto contrario.

En mi análisis se ha incluido  la perspectiva antropológica de lo vial que muy bien desarrolla Pablo Wright (2007). Recordemos que dentro de los pilares fundamentales en el campo de la antropología social se encuentran la mirada extraña, el trabajo situado, la observación participante, el “estar allá” en la calle Tucumán y luego volver “acá” a nuestro lugar de escritura, a nuestra mesa de trabajo, a nuestro punto de vista. Pablo Wright analiza las prácticas viales en tanto prácticas sociales, que tienen un alto valor simbólico. La “vuelta” es, sin dudas, un hecho que ya está inscripto en la cultura roquense. Como hecho cultural es polisémico y de una compleja significación. Si bien existe un lugar común primario como lo es “salir a pasear” existen otros tantos sentidos atribuidos de los que ya he hablado bastante. También la “vuelta” posibilita varias dimensiones de análisis  y acá se ha elegido la dimensión más sociológica, semiótica y antropológica y no se han desarrollado análisis a partir de la  dimensión legal, de la normativa de tránsito o de aspectos vinculados a la infraestructura de la ciudad.

Este posicionamiento de “extrañeza” sobre una práctica tan naturalizada en nuestro pueblo me ha servido para mirarlo de otra manera y tratar de interpretarlo a partir de la historia del lugar. No hace falta ir a Bolivia, a Brasil o a la India. La extranjeridad nos rodea. El nativo es nuestro vecino, dice Faye Ginsburg.

El próximo fin de semana, y el otro y el otro, seguramente muchos daremos otra “vuelta del perro” en nuestra querida ciudad, quien quiera sumarse puede hacerlo, no hace falta estar invitado. ¡Vénganse con lo que tengan! punto final_it8x12


 bibliografia Referencias bibliográficas

De Certeau, M. (2000). La invención de lo cotidiano. Tomo I. “Artes del hacer”. México, D.F.: Universidad Iberoamericana. Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores.

Goffman, E. (1979). Capítulo 1 Relaciones en público, Madrid: Alianza.

Martínez Estrada, E. (2001). La cabeza de Goliat. Losada, Barcelona.

Nino, C. (1992). Un país al margen de la ley, Emecé, Buenos Aires.

O’Donnell, G. (1984). ¿Y a mí, qué me importa? Notas sobre sociabilidad y política en Argentina y Brasil, CEDES, Buenos Aires. Recuperado de: https://kellogg.nd.edu/publications/workingpapers/WPS/009.pdf

Simmel, G. (1998): “Las grandes urbes y la vida del espíritu” en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Península, Barcelona.

Wright, P.; Moreira, M. V. y Soich, D. (2007) Antropología vial: símbolos, metáforas y prácticas en el ‘juego de la calle’ de conductores y peatones en Buenos Aires, trabajo preparado para el Seminario del Centro de Investigaciones Etnográficas, Universidad Nacional de San Martín.


 ¿Cómo citar este artículo?

Scaletta Melo, G. (2015). La “vuelta del perro”, una de las formas de practicar la ciudad. Sociales y Virtuales, 2(2). Recuperado de http://socialesyvirtuales.web.unq.edu.ar/la-vuelta-del-perro-una-de-las-formas-de-practicar-la-ciudad/

Ilustración de esta página extraída de: Novas, F. E. (2006) Buenos Aires, un millón de años atrás. Siglo XXI Editores, Buenos Aires.

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