Articulos SyV 9

Culturas, diversidades y conocimientos latinoamericanos emergentes

 por Mariano Peltz[1]

Resumen

El programa de la modernidad fue creado por la necesidad de legitimar un nuevo orden social, político y cultural afiliado a las elites coloniales y criollas. El sistema educativo se embarcaba en un proyecto cuyo propósito era la imposición de una única cosmovisión de superioridad de la cultura y de la raza europea, por medio de la imposición y consolidación de un proceso de homogeneización ideológico occidental, basado en modos arbitrarios de producir, circular y transmitir el conocimiento. En consecuencia, este artículo procura reflexionar sobre la necesidad contemporánea de deconstruir las arbitrariedades históricas sobre las que se ha ido construyendo la pretendida unidad nacional del Estado nación (a través del orden y progreso social) hasta la actualidad, y de qué manera surge la necesidad de que el sistema, las políticas públicas y educativas den voz a los saberes e intereses locales silenciados por la cultura hegemónica de las clases dominantes, favoreciendo una verdadera democratización de la diversidad cultural latinoamericana, creando puentes de oportunidades, encuentros y conocimientos emancipadores.

Palabras clave: educación, emancipación, políticas públicas, pensamiento decolonial. 

 

Estado y educación

En sus orígenes, la formación de los Estados nacionales latinoamericanos implicó la subordinación de los poderes locales, la sustitución de las autoridades centrales del Estado colonial y de las fuerzas centrífugas desatadas del proceso emancipador. En el caso argentino, durante la etapa de la Organización Nacional, su consolidación fue determinante y consecuencia del proceso de expansión del capitalismo; cuestión que trajo aparejada la organización política basada en las ideas de orden y progreso, material y simbólico. 

Para evitar las agitaciones sociales, resultaba imperiosa “la necesidad de estabilizar el funcionamiento de la sociedad, reprimir los focos de contestación armada, y hacer previsible el cálculo económico capitalista” (Oszlak, 1997 p. 11). Crecer implicaba favorecer el proceso de acumulación de las economías agroexportadoras; y garantizar la constitución de los agentes sociales de las elites para el sistema político. Por tal motivo, se incentivaba el desarrollo de las relaciones de producción y dominación capitalista por medio de la conformación de un aparato ideológico, represivo, burocrático y de intervención estatal. En ese sentido, la educación tuvo una función política más que económica y cumplió un doble cometido: “Por un lado, el disciplinamiento de los grupos subordinados para la aceptación del orden capitalista a través de la reproducción de la ideología dominante; y por el otro, la formación de la elite dirigente perteneciente a los grupos dominantes” (Juarros, 2017, p. 3).

Con el Estado liberal, la sociedad se secularizaba, se afirmaba el concepto de nación, mientras que el sistema educativo argentino reivindicaba el proyecto moderno, europeo e ilustrado, a través de los ideales de razón, libertad e identidad nacional, como así también del conocimiento científico devenido escolar y de la racionalidad económica. En el momento de la sanción de la Ley n.° 1420/1884 –que estableció la educación universal, común, graduada, gratuita y obligatoria de 6 a 14 años– dominaba, por un lado, el discurso liberal, que proponía, por medio de la “integración política y de control social” (Puelles Benítez, 1993, p. 8), la formación de un ciudadano disciplinado y respetuoso de las normas, en un doble juego de obligaciones y derechos. Estas consideraciones dieron origen a: 1) los aportes del liberalismo en el nivel educativo: el Estado docente y la obligatoriedad escolar; 2) la comprensión de la educación como un cursus honorum que permitía la carrera abierta al talento a partir de su función monopólica de dotación de capital cultural institucionalizado; y 3) al camino de construcción de las naciones y el sentimiento de adscripción a ellas. La nacionalidad debía ordenar la totalidad de las prácticas escolares.  

El sistema educativo se convirtió en una vía inestimable de ascenso social y de legitimación de las desigualdades, y en una tensión constante entre la igualdad de oportunidades y la meritocracia que ordenan sus acciones. Para tal fin, resultaban imperiosas la configuración de una epistemología de la modernidad que favoreciera la producción de símbolos patrios, la uniformidad del lenguaje, la consolidación de un pensamiento único y la concientización del territorio/frontera argentinos; y una nueva subjetividad del ser argentino que legitimase la noción de Estado nación.

Por otro lado, la teoría filosófica positivista que configuraba a la educación con un discurso médico higienista, racista; profundamente represivo y prejuicioso, generaba, a través del conocimiento y la disciplina escolar, permanentes clasificaciones dicotómicas entre normalidad y anormalidad; éxito y fracaso escolar por medio de la meritocracia y el sistema de calificación; la selectividad hacia los más aptos para el sistema, y el carácter punitivo del régimen académico. En este sentido, las posibilidades de aprender de esos sujetos estaban determinadas por sus genes, su anatomía o su grado de evolución, cuestión por la cual se establecía desde el comienzo quiénes triunfarían en el terreno educativo y quiénes no tenían opción alguna. Esta perspectiva, además de la dimensión del detallismo metodológico y del currículum científico, interpelaba a los sujetos sociales excluidos como productos de enfermedades sociales o como expresiones de deficiencias provenientes de la raza de origen.

Si bien se privilegiaron los procesos intelectuales de todo tipo (leer, escribir, memorizar, observar, calcular o sintetizar), la “concepción conservadora y el reduccionismo biologicista” (Pineau, 1999, p. 324), a través de su etnocentrismo y monoculturalismo, menospreció las minorías, lo autóctono, las diferencias culturales y las posibilidades democráticas de la enseñanza pública. Sobre este último punto, la organización del espacio, el tiempo y el control de los cuerpos, a través de la disciplina, se basó en los lineamientos propuestos por el método simultáneo, gradual y frontal. Con la regularidad, la exactitud, la puntualidad y el campo documental de cada persona, “la escuela [de masas] aparecía como la mejor solución a las resistencias individuales y colectivas ante las nuevas condiciones de vida y de trabajo, o al menos como la más prudente y barata, la solución preventiva por excelencia” (Fernández Enguita, 1998, p. 20).

El Estado liberal argentino sostuvo la potestad del control y de la inspección en el sistema educativo –a pesar de que el liberalismo europeo del siglo XIX y XX procuró que el Estado se abstuviera de intervenir en los asuntos sociales o educativos–; proveyó financiación y una ordenación académica que reguló los diversos niveles con sus correspondientes planes de estudios. La vigilancia epistemológica en las escuelas determinó, a través del currículum prescriptivo, cuáles eran los conocimientos validados socialmente, a través de la selección de contenidos, mientras que el Estado docente reconocía a la educación como un derecho individual y como derecho de libertad de enseñanza. Luego, cuando fue necesaria que la justicia conmutativa dejara lugar a una justicia distributiva, el Estado benefactor surgió como “la organización política de la integración, como el proveedor de la redistribución del ingreso y de la incorporación de las capas populares a la ciudadanía” (García Delgado, 1999, p. 6). Se proyectó la idea de una educación entendida como derecho social, expresado en términos de una escolaridad que debía recibir toda la población. La educación obligatoria, universal y gratuita tenía limitaciones: en primer lugar, porque dicha escolarización se circunscribía solo a la enseñanza primaria o elemental; en segundo lugar, porque era considerada, fundamentalmente, como un deber de las familias, no siempre muy celosas en el cumplimiento de esta obligación; en tercer lugar, porque se configuraba como una responsabilidad del Estado que se limitaba, principalmente, a imponer legalmente la escolarización obligatoria y a financiarla, pero no a realizar un esfuerzo económico por conseguir efectivamente la escolarización universal (Puelles Benítez, 1993, p. 13). En este sentido, su misión se orientó a la transmisión de conocimientos científicos y racionales basados en la formación del capital humano, la ciencia y a la producción capitalista. El programa de la modernidad se afianzaba bajo la idea del progreso social, de la ciencia y de la razón, mientras que el sujeto racional, altruista y autónomo era producto de una institución escolar que así lo moldeaba y producía.

El siglo XX vio transitar tres modelos de Estado: el Estado liberal, el Estado social (como ya vimos) y el postsocial. En este último, no solo había una ampliación de la sociedad civil, pluralización e individualización, sino también “el desplazamiento del Estado por el mercado…” (Lechner, 1980; como se citó en García Delgado, 1994, p. 5), con la consecuente fragmentación y exclusión social. En materia educativa se sostenía “la función económica de la educación por sobre la función política y social de la misma” (Juarros, 2017, p. 5) y cuestiones relacionadas a la privatización, competitividad docente, autonomía y productividad escolar, además de privilegiar la eficiencia/eficacia por sobre la burocratización (representativa del Estado social). Ante la racionalidad neoliberal y la Ley Federal de Educación Argentina n.° 24195/1993, entre otras tantas cuestiones, el sistema educativo fue comprendido con relación a tres ideas fundamentales: eficiencia, eficacia y calidad, que fueron acuñadas por la pedagogía del eficientismo industrial que trasladó al campo pedagógico, y en general al de las ciencias humanas, los conceptos empresariales (García Teske, 2008, p. 12). 

 

La escuela continuaba siendo promotora de “la producción de individuos que revestían la doble condición de trabajadores productivos y de ciudadanos obedientes” (Pérez Gómez, 1993, p. 5). Pero, además de la transferencia educativa a las jurisdicciones provinciales o municipales, el “subsidiarismo como posición oficial, el estímulo de la educación privada” y la proyección de “un sistema educativo fuertemente fragmentado por circuitos diferenciados” (Pineau, 2014, pp. 105-114), la escuela se posicionó y consolidó como el lugar donde se gestaban (y gestan) innumerables prejuicios y condicionantes: correspondencia entre inmoralidad y pobreza, la desigualdad educativa, la eliminación del elemento político de la educación, el entendimiento de la educación como un bien de mercado en lugar de un bien social, la oferta de paquetes de conocimientos de distinto peso material y simbólico, como así también el afianzamiento de la tesis del reproductivismo, la teoría de la resiliencia, el neodarwinismo social, y la epistemología hegemónica de la selección natural. Según Puigróss (2011), estas nuevas versiones de neodarwinismo social otorgaban a la habilidad cognitiva, que suponían hereditaria, un rol decisivo en la estructura social que se estaba conformando en el nuevo siglo. Justificaban la desigualdad futura a partir de los resultados de la investigación genética sobre capacidades heredadas. Como el conocimiento era una variable fundamental de la economía y de la organización social, la capacidad innata de poseerlo se tornaría una condición en la determinación de la estructura social. La información genética permitía predecir trayectorias de vida con mucha más precisión que en el pasado. 

Si antes la pedagogía operaba según una pauta adquisitiva de cuerpos relativamente estables de conocimientos –apropiados a una circulación lenta y limitada de la información, y a la obtención de calificaciones laborales relativas a un solo oficio y ocupación–, hoy el propósito educativo consiste en la previsión de competencias sobre el desarrollo de un perfil individualista y de expertise. La empleabilidad exige disponer de conocimientos y cualificaciones técnicas, de competencias y de la motivación necesaria para responder a los requerimientos de un mercado laboral en cambio, y de la capacidad y flexibilidad para integrarse adecuadamente en una organización.

El sistema educativo es una consecuencia y un producto de la geopolítica del conocimiento patrocinador de los grandes relatos y de los binarismos tradicionales de civilización/barbarie, público/privado, conductismo/constructivismo, normal/anormal, margen/centro, unidad/diferencia, local/global, aunque en la actualidad sean cuestionados e interpelados desde la misma proyección blanca y masculina. En este sentido, y parafraseando a Mignolo (como se citó en Walsh, 2003, p. 2), vemos que la historia del conocimiento está marcada geohistóricamente y, además, tiene un valor y un lugar de origen. En lugar de ser abstracto y deslocalizado, el conocimiento como la economía están organizados mediante centros de poder y regiones subalternas. La trampa es que el discurso del programa de la modernidad creó la ilusión de la neutralidad cognitiva; y que era necesario, desde todas las regiones del planeta, adquirir y reproducir la epistemología eurocéntrica. Por lo tanto, y si bien actualmente existen transformaciones estructurales e ideológicas, el sentido fundante del sistema educativo se perpetúa y prolonga en la actualidad las temporalidades propias del siglo XIX, por medio de la dominación colonial occidental.

 

Subdesarrollo y dependencia

Resulta interesante la hipótesis de la teoría de la dependencia, ya que sostiene que el subdesarrollo es producto de las relaciones de subordinación estructurales a las que han sido sometidos ciertos países en el proceso mismo de desarrollo de otras gobernaciones. En suma: esa teoría argumenta que el subdesarrollo es promovido como el desarrollo. 

Para comprender la educación en América Latina en el siglo XXI, consideramos fundamental reflexionar sobre la artificialidad del Estado y tomar en consideración la manera en que las fuerzas económicas y políticas internacionales ejercen su influencia en los gobiernos, su financiación, funcionamiento y resultados de los sistemas educativos. Según la teoría de la dependencia, el subdesarrollo no es ni una etapa en un proceso gradual hacia el desarrollo ni una precondición, sino una condición en sí misma; mientras que “la dependencia parte de un sistema global de desigualdades estructurales entre centro/periferia” (Juarros, 2017, p. 5). En consecuencia, el Estado argentino, al igual que en los siglos XIX y XX, continúa condicionado por las políticas económicas y sociales –actualmente neoliberales; o para ser más precisos posneoliberales– que se aplican en los países de la región con el objeto de lograr acceso al capital y a los mercados locales y globales.

Del universalismo selectivo se pasa a la otra cara de la selectividad social: la diferenciación institucional y cognitiva. Las políticas de ajuste estructural recomendadas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, entre otros organismos, han “empobrecido la imagen del Estado como portador de educación” (Landi, 1982; como se citó en Braslavsky, et al., 1983, p. 81), creando estructuras regionales (internas) desiguales; fragmentando los sistemas educativos y sus escuelas; y posicionándonos en la categoría del subdesarrollo en todos los campos políticos, sociales y educativos (Bourdieu, 1996). El sistema educativo de la última década del siglo XX y la primera del siglo XXI ha contribuido a gestar y profundizar nuevos mecanismos de selectividad social basados en una exclusión desde el interior, es decir, ha generado nuevos modos de desigualdad escolar caracterizados por la devaluación del acceso a los bienes culturales que distribuye la escuela para los nuevos sectores sociales que se integran al sistema.

Reivindicamos la Ley de Educación Nacional Argentina n.° 26206/2006, basada en el respeto a la diversidad cultural y a la inclusión y el desarrollo de los programas socioeducativos, de reingreso o de educación popular que se diferencian del sistema educativo formal y tradicional de la cultura hegemónica, ya que proporcionan una alternativa a las reformas políticas que consideran a la educación como una mercancía, ofreciendo al estudiantado recursos educativos que faciliten su inserción laboral y su desenvolvimiento cotidiano, partiendo de los saberes situacionales y de las propias trayectorias educativas. 

No obstante, los beneficios obtenidos, al haber “ampliado significativamente el acceso a la educación pública a partir de la consolidación del Estado social del derecho” (Ossenbach Sauter, 2008, p. 5), han sido erosionados notablemente por la introducción de políticas diseñadas para debilitar el Estado docente, descentralizando y privatizando la educación. Ante la obligatoriedad y masificación escolar, se evidencian nuevas desigualdades socioeducativas, que profundizan distancias e injusticias curriculares. En las escuelas se vislumbra la llegada de nuevos públicos escolares; el deterioro de las condiciones de vida de los ya incluidos (tanto para docentes como para estudiantes); los problemas de infraestructura, tecnología y conectividad; la existencia de procesos de diferenciación interinstitucional, a través de los cuales se ofertan programas de escolarización con condiciones de enseñanza y aprendizaje disímiles, generando de esta manera, y parafraseando a Gluz (2012), una democratización cuantitativa más una segregación cualitativa.

Según Mignolo (2009), el conocimiento no es único ni universal, sino que está marcado por la diferencia colonial. Incentivar la producción de conocimientos situacionales implicaría desarrollar en las instituciones educativas un método de lecturas comparadas, favoreciendo la diversalidad en la heterogeneidad emergente de América Latina, en vez de la universalidad, del sistema unidireccional basado en la uniformidad moderna, el monoculturalismo y la perspectiva educativa bancaria (Freire, 1972, 2014). De esta manera, la escuela inclusiva, diversa y democrática estaría del lado de la solución más que del problema. Actualmente, y para finalizar, eso requiere formas de “reinventar escuelas, (en contraposición a las) que actualmente sirven para reproducir las desventajas que se derivan de la condición social de origen de los estudiantes” (Reimers, 2002, p. 15). Centros educativos que procuren dejar sin efecto la pasividad de las/os educandas/os, incentivándolos a la búsqueda de la transformación de la realidad, por medio de preguntas y no de respuestas, de un diálogo igualitario, y en la que los/as actores/actrices escolares encuentren la liberación, humanizándose, y transformándose en personas sensibles de acción política y social.

 

En lugar de concluir

La construcción de conceptos totalizadores, como sociedad del conocimiento, indican la sobrevivencia en pleno siglo XXI de un falso universalismo característico del programa de la modernidad y cuyo origen es reconocido en el presente trabajo: el eurocéntrico. Transformar el saber-poder escolar, sus fronteras disciplinarias y la consagración profesional del conocimiento exclusivamente utilitario, requiere de un Estado organizado políticamente para garantizar los derechos humanos y un sistema educativo que favorezca la apertura de nuevos textos, el desarrollo de nuevas subjetividades sociales y el surgimiento de lo simbólico, que aún no es visible. Favorecer la producción de conocimiento contextualizados, situacionales o fronterizos posibilitando un diálogo epistemológico frente al conocimiento abstracto y selectivo. 

Si anhelamos revalorizar nuestra independencia, la tarea académica/intelectual debería reformularse en términos epistémicos, éticos y políticos, más que metodológicos, favoreciendo la liberación de lo educativo y económico hacia fines más locales o regionales, incluyendo lo global. Neutralizar las arbitrariedades históricas sobre las que se ha ido construyendo la pretendida unidad nacional del Estado nación, a través del orden y progreso social, significa que el sistema y la política educativa den voz a los saberes e intereses locales silenciados por la cultura hegemónica de las clases dominantes (a través de los ideales de la igualdad y de la razón), y favorezcan una verdadera democratización de la diversidad cultural latinoamericana, creando puentes de oportunidades y espacios de encuentro.

En síntesis, ante las desigualdades estructurales de la colonialidad del poder que nos posicionan en el lugar del subdesarrollo, implementar categorías de pensamiento decolonial podría contribuir a proyectar una sociedad más igualitaria, solidaria e inclusiva de un nos/otros.  Subvertir lo simbólico implicaría reconstruir, desaprender, para reaprender y desarrollar nuevas miradas sociales, culturales y educativas; implicaría un giro epistémico del saber-hacer; e implicaría generar una cierta unidad de sentidos que aporten vigencia a las necesidades y problemas más acuciantes de nuestras sociedades e instituciones.

 

icono notas Notas

[1] Cursa la Maestría en Educación, de la Universidad Nacional de Quilmes, modalidad virtual.

[2]  Según Tedesco (1986), los grupos dirigentes asignaron a la educación una función política y no una función económica, en tanto los cambios económicos ocurridos en este período no implicaron la necesidad de recurrir a la formación local de recursos humanos mientras que la estructura del sistema educativo cambió solo en aquellos aspectos susceptibles de interesar políticamente y en función de ese mismo interés político. La enseñanza estaba alejada de las orientaciones técnico-productivas.

[3]  La Gran Depresión fue interpretada como el límite del desarrollo de las sociedades capitalistas bajo la forma del libre mercado y la salida de la crisis se hizo a través de la reconfiguración del Estado capitalista bajo la forma del Estado de bienestar, destacándose su intervención y regulación en distintos campos.

[4]  Según la teoría de la resiliencia, la desnutrición física y cultural de los primeros años es insuperable, pero entre los pobres existen personas excepcionales que han conseguido superarse pese a las condiciones que las rodean. Se trataría de una minoría interesante de estudiar para comprender sus mecanismos de defensa frente a la adversidad y tomarlos como modelo.

icono notas Referencias bibliográficas

Bourdieu, P. (1996). Espíritus de Estado. Revista Sociedad. Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.

Braslavsky, C. y et al. (1983). El proyecto educativo autoritario. Buenos Aires: FLACSO. 

Fernández Enguita, J. (1998). La cara oculta de la escuela. Madrid: Siglo XXI.

Freire, P. (1972 [2014]). Pedagogía del oprimido. Madrid: Siglo XXI (Selección de textos).

García Delgado, D. (1994). Estado y sociedad. La nueva relación a partir del cambio estructural. Introducción. Buenos Aires: Ed. Tesis – Norma / FLACSO. 

García Teske, E. (2008). Auge y decadencia del desarrollismo en América Latina. Revista Iberoamericana de Educación n.° 46/1, OEI.

Gluz, N. (2012). Reduccionismos en los diagnósticos, selectividad social en los resultados. Los sentidos de la exclusión en las políticas educativas argentinas, en Gluz, N. y Arzate Salgado, J. (coords.) ​Del universalismo liberal a “los particularismos” neoliberales: debates para una reconstrucción de lo público en educación. Coedición UNGS (Instituto del Desarrollo Humano)/UAEM (Facultad de Ciencias​ ​Políticas​ ​y​ ​Sociales).

Juarros, M. (2017). Marcos analíticos para el estudio de las relaciones entre Estado, política y educación. Maestría en Educación. Provincia de Buenos Aires. UNQ.

Mignolo, W. (2009). Desobediencia epistémica (ii), pensamiento independiente y libertad decolonial. Otros Logos. Revista de Estudios Críticos. Año I. Nro. 1. pp. 8-42. En: http://www.ceapedi.com.ar/otroslogos/revistas/0001/mignolo.pdf

Oszlak, O. (1997). Lineamientos conceptuales e históricos. En La Formación del Estado Argentino. Buenos Aires: Editorial Planeta.

Ossenbach Sauter, G. (2008). Estado y educación en América Latina a partir de su independencia. Revista Iberoamericana de Educación.

Pérez Gómez, A., (1993). Las funciones sociales de la educación. En Pérez Gómez, A. y Gimeno Sacritán, J. Comprender y transformar la enseñanza. Madrid: Ed. Morata.

Pineau, P. (1998). ¿Por qué triunfó la escuela?, o la modernidad dijo: ‘Esto es educación’ y la escuela respondió: ‘Yo me ocupo’. En Pineau, P., Dussel, I. y Caruso, M. La escuela como máquina de educar. Buenos Aires: Paidós.

Pineau, P. (2014). Reprimir y discriminar. La educación en la última dictadura argentina (1976-1983). Educar em Revista, Curitiba, Brasil, n.° 51, pp. 103-122, Editora UFPR.

Puelles Benítez, M. (1993). Estado y educación en el desarrollo histórico de las sociedades europeas. Revista Iberoamericana de Educación, RIE.

Puigróss, A. (2011). De Simón Rodríguez a Paulo Freire. Buenos Aires: Ediciones Colihue.

Quijano, A. (2000). Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. En Edgardo Lander (comp.) La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires: CLACSO.

Reimers, R. (2002). Tres paradojas en América Latina para impulsar la Educación. Revista de los Estados Iberoamericanos, OEI.

Tedesco, J. C. (1986). Educación y sociedad en la Argentina (1880-1945). Prólogo, Introducción y capítulos 1 y 2. Buenos Aires: Ediciones Solar. 

Walsh, C. (2003). Las geopolíticas del conocimiento y colonialidad del poder. Entrevista a Walter Mignolo. Polis Revista Latinoamericana [En línea], 4. Disponible en http://journals.openedition.org/polis/7138

 

¿Cómo citar este artículo?

Peltz, M. (2022). Culturas, diversidades y conocimientos latinoamericanos emergentes. Sociales y Virtuales, 9(9). Recuperado de http://socialesyvirtuales.web.unq.edu.ar/culturas-diversidades-y-conocimientos-latinoamericanos-emergentes/

 


Ilustración de esta página: Villano, E. (2016). El Hércules C-130J de la Royal Air Force de Gran Bretaña sobrevuela el barco Lady Elizabeth, que se encuentra abandonado en la cala de Whalebone [fotografía]. Serie Malvinas.

Clic en la imagen para visualizar la obra completa

 

Print Friendly, PDF & Email

Revista Digital