Clase política y oligarquía en la construcción democrática argentina (1880-1930)
por Andrés Masán
“La democracia es el régimen
de la autolimitación y es, pues,
el régimen del riesgo histórico
y un régimen trágico”
Cornelius Castoriadis
Resumen
En el presente artículo examinamos las condiciones en las cuales se desarrolla la construcción democrática argentina durante el período 1880-1930. En tal contexto, hacemos hincapié en la noción de elite como actor social hegemónico, protagonista del juego político dentro de la larga marcha democrática. Buscamos reflexionar en torno a la génesis, materialización y dificultades que atravesó la idea de democracia en su camino inicial, haciendo hincapié en el rol desempeñado por los miembros de las elites gobernantes. Nos interesa poner en tensión el concepto de oligarquía y democracia para indagar en los mecanismos subyacentes de perpetuación en el poder por parte de un grupo dirigente.
Palabras clave: democracia, elite, hegemonía, liberalismo.
Introducción
Nos proponemos realizar algunas reflexiones en torno al concepto de democracia en la Argentina, analizando de modo crítico el proceso de construcción de la misma entre fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Nuestro principal objetivo reside en poner de relieve algunas perspectivas históricas en relación con el fenómeno de la democracia en nuestro país, tomando como espacio temporal el período 1880-1930. La elección temporal radica en la importancia que adquiere la elite como actor hegemónico, protagonista del juego político dentro de la larga marcha de la democracia. En vistas de ello, nos valdremos de la matriz conceptual propuesta por Waldo Ansaldi (1995), al caracterizar dicho período como de hegemonía burguesa.
El trabajo se estructura en tres partes. La primera de ellas indagará en el concepto de democracia en tanto matriz teórica, reflexionando en torno a las diversas concepciones que la vinculan con la construcción política desde determinados círculos de poder, en especial atendiendo a las concepciones sobre una elite dirigente o clase política. En segunda instancia, indagaremos en las formas que adquirió la democracia como praxis hacia fines del siglo XIX; para abordar el escenario que propició la Ley Sáenz Peña (1912), cómo los actores se posicionaron ante el nuevo contexto político y qué estrategias desarrollaron. Finalmente, estableceremos algunas reflexiones a modo de conclusiones provisorias sobre el análisis efectuado.
La larga marcha de la democracia
Indagar en torno a la democracia implica ante todo un desafío: no solo por la extensión semántica del concepto, sino también por las implicancias ideológicas que el mismo contiene. El complejo entramado que rodea a la democracia como elemento conceptual para pensar un corpus de conocimiento se materializa a través de los diferentes elementos que la constituyen: materiales, simbólicos, normativos, administrativos, burocráticos, operativos y políticos. En términos abstractos, la palabra democracia posee una raíz etimológica que la vincula a su origen occidental. Constituida a partir de la conjunción de los vocablos demos (pueblo) y kratos-kratia (gobierno), la voz democracia se utiliza para designar prácticas políticas en la cual – a grandes rasgos- el pueblo forma parte del gobierno, es decir: se auto-gobierna1
. La Real Academia Española (2014) define a la democracia como una forma de gobierno en la cual el poder político es ejercido por los ciudadanos y que, asimismo, se apoya en la igualdad de derechos2
.
No obstante, dentro del ámbito de la ciencia política, se ha generado un profundo debate en torno al papel que desempeñan los grupos reducidos –elites- en los procesos de conformación y consolidación de escenarios con horizontes democráticos más o menos nítidos. Si bien escapa a nuestro objetivo dar cuenta de la profusión de teorías y enfoques con los que desde esta disciplina se ha abordado la problemática, creemos necesario retomar algunas consideraciones vertidas por el sociólogo y politólogo alemán Robert Michels (1979 [1911]) a comienzos del siglo XX. En especial nos interesa su ley de hierro de las oligarquías para dar cuenta de un fenómeno que, anclado en el seno de la clase dominante –oligarquía-, se perpetúa a lo largo del tiempo bajo diferentes ropajes pero manteniendo en esencia el control y la dominación de este reducido grupo (Michels, 1979 [1911]).
Al margen de las particularidades con las que se presentan las consideraciones vertidas por Michels en torno a la ley de hierro de las oligarquías, nos interesa rescatar un elemento que se presenta con singular atracción en nuestro enfoque sobre el proceso de construcción democrática: los mecanismos de dominación de un grupo reducido de personas sobre otro grupo mayor o, parafraseando a Michels, de una elite sobre el resto.
Como expresa Waldo Ansaldi (1999), la sanción de la Ley Sáenz Peña ha adquirido características de verdadero hito dentro de la perspectiva histórica por ser considerada el punto de inicio de las prácticas del sufragio extendidas hacia el universo masculino de entonces. En palabras de Hilda Sábato (2004) “(…) al incorporar la obligatoriedad del voto para todos los varones argentinos o naturalizados, la ley establecía quiénes debían ser los ciudadanos. Pero antes de esa fecha, la ley no establecía definición alguna sobre los alcances de la ciudadanía” (p. 117). A partir de la Ley 8.841 entonces, se configuró un camino del sistema político argentino en torno a nuevos mecanismos y estrategias de los actores implicados. Alejandra Salomón (2014) señala: “La recurrente interrupción del orden constitucional, la instauración de dictaduras, el fraude electoral, la proscripción política y el frágil apego al republicanismo y al liberalismo político dan cuenta de la debilidad de la democracia” (pp. 1-2).
La larga marcha de la democracia, lejos de adquirir tintes de perfección progresiva, se fue topando con elementos disruptivos que configuraron escenarios diversos a lo largo de buena parte del siglo XX, donde predominaron los enfrentamientos, las disputas, la puja de intereses, el autoritarismo, etc. Todo lo cual configura un escenario caracterizado por la heterogeneidad, haciendo que la trayectoria de la democracia esté “signada por la complejidad, las tensiones y las contradicciones” (Salomón, 2014, p. 2).
En virtud de estas tensiones y contradicciones, cabe señalar también la dicotomía entre eficiencia y democracia. Como parte de la Ley de hierro de las oligarquías, Robert Michels remarcaba las particularidades que adquiere la disputa política una vez que la oligarquía se posiciona en el poder. Desde su concepción, el poder y el grupo que lo detenta, tiende a la eficiencia, para lo cual se recurre a un liderazgo fuerte. Ello atenta finalmente con el precepto de democracia implícito en la organización, en este caso partidaria (Michels, 1979 [1911]). Así, la casta de los líderes -oligarquía- se cierra como una falange para evitar cualquier intromisión de otros liderazgos surgidos de la “masa”.
Si utilizamos esta matriz teórica para analizar por ejemplo, la ascensión y posterior mantenimiento del radicalismo en el poder, podremos establecer analogías con lo propuesto por Michels dado que el triunfo de la UCR aporta nuevos bríos a la política nacional, aires que finalmente se materializan en la oposición planteada por el sociólogo italiano al referirse a la dicotomía eficacia-democracia. En este punto, creemos que la perspectiva vinculada a la ley de hierro reviste una potente validez explicativa, al menos arrojando posibles respuestas al fenómeno de concentración del poder en manos de Hipólito Yrigoyen y la escisión dentro del radicalismo entre personalistas y antipersonalistas.
Tal vez entonces, el interrogante que debamos realizar radique en la posibilidad de detentar el poder de manera efectiva. Para ello recurriremos a las nociones planteadas por Ansaldi de hegemonías organicista y pluralista, en vínculo directo con el concepto de democracia antes desarrollado. Intentaremos, de este modo, responder -al menos en parte- a los siguientes interrogantes: ¿cómo se materializa la noción de democracia?, ¿qué mecanismos se utilizan para construir y sostener el poder? y ¿qué papeles desarrollan los sectores dominantes/elites?
Por último, ante este dinámico horizonte en torno a la democracia, se nos presenta un doble desafío: por un lado, el de evitar caer en falsos simplismos que consideran a la democracia como un fenómeno unidireccional, caracterizado por la ampliación progresiva de derechos desde una elite hacia un difuso y homogéneo “pueblo”3
. Por otra parte, la imprecisión de considerar a la democracia argentina como producto de una materialización legal a partir de su raíz normativa, o lo que es lo mismo, la llamada Ley Sáenz Peña de 1912. A partir de estas consideraciones, e intentando sortear estas dificultades, proponemos un examen de la construcción democrática argentina durante el período seleccionado.
La política tramada y la hegemonía organicista
Hacia 1880 la Argentina atraviesa el período que la historiografía nacional ha convenido en llamar como conformación del Estado nación4
. El mismo se configura a partir de elementos materiales -territorio, recursos, población- y también simbólicos -identidades, insignias, distintivos, ideas, costumbres-. Esta construcción implica un proceso de creación/unificación de los valores nacionales, y por sobre todo comporta un proceso de subsunción de alteridades -entre ellas el elemento aborigen- que quedan subyugadas a un corpus simbólico de mayor envergadura: la nación como sistema relacional. En este contexto, el papel de la elite como grupo cohesionante adquiere vital importancia, pues es desde su seno donde se construyen algunos de los postulados más importantes en torno a la conformación del imaginario nacional.
El historiador Waldo Ansaldi (1995) plantea el análisis de la historia política argentina desde una perspectiva particular, señalando diferentes momentos dentro de lo que denomina como modelo de dominación. En la primera de ellas -donde centraremos nuestro enfoque- se halla la etapa de la hegemonía burguesa5
, caracterizada por un grupo social (la burguesía) que presenta la característica de ser dirigente en el plano economico-cultural y dominante en el político. En virtud de ello, dicha hegemonía se halla dividida en dos fases: la organicista (1880-1916) y la pluralista (1916-1930) (Ansaldi, 1995, p. 25). Sobre estos conceptos abordaremos el fenómeno de auge y surgimiento de las prácticas democráticas en la República Argentina.
En relación con el período 1880-1916 el autor refiere que: “Se trata de una situación de hegemonía burguesa organicista, es decir, de proclividad a unificar políticamente a la sociedad o, dicho con mayor precisión, una concepción y una práctica políticas que reducen la diversidad y la multiplicidad a la unidad” (Ansaldi, 1995, p. 25). Como hemos mencionado, esa unidad -corpus simbólico- se halla vinculada a un modelo de detentación del poder, fundado sobre todo, en la negación del pluralismo. En virtud de ello, Ansaldi (1995) sugiere que lo que ha caracterizado el período ha sido que: “Al negar el pluralismo no se regulan las diferencias sino que se las procesa mediante la uniformación -cuando es posible- o la exclusión -toda vez que no se puede uniformar-” (p. 25).
Cabe destacar que uno de los aspectos centrales que configuran el entramado de dominación oligárquica consiste en lo que podemos denominar como “ficción de legitimidad”. La misma comporta la experiencia democrática en términos fraudulentos, vinculados a la implementación del voto venal como mecanismo generador de legitimidad. En este sentido, Luciano De Privitellio (2009) señala que la percepción del fraude como experiencia social se materializa como “problema crucial” respecto a la ciudadanía y la participación política, y con ello a la construcción democrática. Retomando a Ansaldi (1995), se trata de una hegemonía carente de legitimidad: “la hegemonía de la burguesía aparece, en el plano de la política, como clara dominación sin consenso o sin dirección y, al no afirmarse sólidamente, su feble carácter proyecta a un primer plano la primacía de la sociedad política, más específicamente del Estado” (p. 27).
En síntesis, el período 1880-1916 se caracteriza por una elite –burguesía- hegemónica, la cual se cristaliza en el ámbito económico y cultural, pero no así en el plano político; pues si bien dominan desde el punto de vista material -a partir de elecciones fraudulentas-, esos mismos cargos se encuentran cuestionados desde la esfera simbólica –el problema crucial en De Privitiello-. Para sostener dicha estructura de dominación se recurre al fraude (voto venal) o lo que es lo mismo, la ficción de legitimidad.
Como vemos, la utilización del término democracia para denominar las prácticas políticas de este período caracterizado por la ficción de legitimidad adquiere, desde el punto de vista material, visos de democracia restringida6
–entendida en términos clásicos- dado que una minoría detenta el poder y lo sostiene a través de la imposición de mecanismos ficcionados-fraudulentos que garantizan su continuidad. Si bien desde la esfera normativa podemos apuntar que se trata de una democracia en sentido lato; desde el punto de vista simbólico y normativo, debemos aguardar hasta la sanción de la Ley 8.871 para presenciar una democracia ampliada, donde gran parte de la población se integra a la política a través de la emisión del sufragio.
A partir del proceso de complejización que experimenta la sociedad argentina de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX (Zanatta, 2012, pp. 101-107) se requiere una actualización de los cimientos que sostienen dicha dominación, entre otros factores debido al ascenso de oposiciones fundamentales en torno a la práctica y ejercicio fraudulento de la política. La democracia, entendida como una praxis circunscripta a una minoría selecta –elite- que detenta el poder, da paso a una materialización del juego político que requiere una ampliación del umbral de legitimidad. Así, los grupos dominantes visualizan las dificultades que comporta la dominación fraudulenta e intentan generar espacios propicios para obtener legitimidad conforme a la norma.
Dicho escenario se extenderá de 1880 a 1916, período en el cual surgen dentro del Estado funcionarios y políticos que propugnan reformas en pro de la inclusión política y social de las clases subalternas (Ansaldi, 1995, pp. 24-25). En este contexto por ejemplo, emerge la iniciativa de Indalecio Gómez7
, conocida como la Ley de 1902, la cual se presenta -vista en retrospectiva- como un antecedente de la Ley 8841. A partir de ello, la elite intenta generar espacios de legitimidad e integración de los intereses contrapuestos que primaban desde tiempos finiseculares. El siguiente período adquirirá ribetes diferenciados en cuanto a la praxis política a raíz de la extensión del sufragio secreto, universal (masculino) y obligatorio que la Ley Sáenz Peña coloca en el centro de la escena.
El entramado político y la hegemonía pluralista
En los albores del siglo XX, como expresa José Luis Romero (1985) “se acuñó en Buenos Aires la imagen de una sociedad abierta y móvil, que ha sobrevivido a su cuasi agotamiento, y de su correlato, la de la normal existencia de un sistema democrático, también más fuerte que todas las evidencias en contrario” (p. 228). Esta fortaleza señalada por el historiador radica en la importancia que reviste el nuevo marco normativo sobre el cual se apoyará el juego político: la sanción de la llamada Ley Sáenz Peña se materializa hacia fines del año 1912. Por su parte, María Inés Tato (2009) refiere que “La primera experiencia democrática argentina, desarrollada a partir de la implantación de la Ley Sáenz Peña en 1912, inauguró la era de la política de masas y llevó al gobierno al radicalismo, el principal partido opositor al orden conservador” (p. 149). La autora agrega que a partir de la Ley Sáenz Peña, el nuevo juego político estaba caracterizado por “(…) la democratización del sistema político y una irrupción definitiva de las masas en la esfera pública que hizo tambalear las certidumbres de la élite” (Tato, 2009, p. 151).
Gran parte de la historiografía argentina de este período pone el acento, como expresa De Privitellio (2009), en la importancia de la Ley Sáenz Peña como motor de cambios, especialmente en el plano político a partir de una serie de reformas tendiente a ampliar el juego democrático. Al respecto señala que 1912 -año de sanción de la Ley- marca un verdadero parteaguas, dado que “señala la versión local del fin del largo siglo XIX, marca la irrupción de la `política de masas´ o de la democracia a secas (la `república verdadera´) e impone una retirada política de la `oligarquía´” (De Privitellio, 2009). Tal vez la mirada se articule a partir de un zeitgeist, el cual lo lleva a Joaquín V. González (1902) por ejemplo, a abogar por la instauración de un nuevo marco legal que regule y actualice el juego político en virtud de las nuevas características sociales, económicas y culturales de la argentina al pronunciar que “Ha llegado el tiempo de hacer una gran concesión a la democracia de nuestra tierra”8
.
Esa gran concesión a la democracia supone una década después, como expresa Ansaldi (1995), “una posibilidad de cambio” (p. 24). Al mismo tiempo, la Ley 8.871 se traduce en una prosecución de objetivos nuevos, ante los cuales el radicalismo se halla “sujeto a una tensión entre los componentes nacional estatal y nacional popular. Al alcanzar el gobierno y optar por el primero de estos solo redefine el carácter de la hegemonía burguesa, transformándola de organicista en pluralista (1916-1930)” (Ansaldi, 1995, p. 25).
En virtud de estas consideraciones, cabe destacar que si bien la Ley Sáenz Peña viene a modificar un conjunto de prácticas que formaban parte del accionar político finisecular, también mantiene continuidades con el régimen oligárquico precedente. En el clima reformista del cual nos habla José Luis Romero, se consideraba que un cambio en la legislación iba a generar una sustancial modificación en las prácticas de la ficción de legitimidad, propia del período de la hegemonía organicista. No obstante, como plantea Ansaldi, persisten las restricciones. Las mismas pueden resumirse en dos limitaciones de participación: por un lado el elemento étnico, y por otro la perspectiva de género. Más allá de implantar la universalidad del voto, cabe destacar que el mismo se circunscribe al género masculino, de allí que las mujeres continúen excluidas de la democracia, cual si no formaran parte del demos. En paralelo, la noción de universalidad no fue acompañada de una política pública tendiente a establecer, por ejemplo, la naturalización masiva de los inmigrantes, motivo por el cual muchos de ellos continuaron al margen del juego electoral.
En definitiva, sabido es que la Ley 8.871 posee un peso específico propio dentro de la Historia del siglo XX en Argentina, motivo por el cual deberíamos considerar, a la hora de analizar la construcción de la democracia en nuestro país, estos elementos restrictivos -o vicios- que configuran desde su inicio la ampliación del juego político propuesto y avalado desde las elites. Ergo, tal análisis no debe concebir a los sectores subalternos como elementos pasivos o inactivos, sino que debemos ser concientes de la perspectiva de análisis que propone Romero cuando señala que el estudio de la instrumentación de esta nueva legislación electoral debe tener en cuenta una doble matriz: por un lado desde “la perspectiva del sistema institucional, qué papel ocupan los sectores populares en el sistema democrático” pero también “visto desde la perspectiva de los propios sectores populares (y) cómo contribuyeron estos a la constitución de un sistema democrático” (Romero, 1985, p. 226).
No obstante, resulta sintomático destacar que los actores políticos predominantes (la burguesía en términos de Ansaldi), buscan establecer nuevas formas de legitimación ante la sociedad civil. Así entendido, se presenta como llamativo el hecho de que surja de la propia elite la iniciativa hacia la ley: el caso de Indalecio Gómez o Joaquín V. González, como hemos referido, operan como símbolos de este clima reformista, ya que surgido de las filas de la oligarquía dominante, proponen nuevas estrategias para el control electoral, ampliando el juego político, y por tanto, el horizonte de actuación de la praxis política como tal, incluyendo actores que antes se encontraban postergados. En este sentido, el objetivo del presente trabajo buscó ahondar en las características esenciales de la elite dentro sistema democrático en tanto corpus conceptual, quedando para futuras investigaciones el papel que cumplieron los sectores subalternos en tal construcción.
Reflexiones finales
Las palabras de Castoriadis (1998) en torno a la democracia adquieren su propia fisonomía, sobre todo por la dimensión trágica a la cual se refiere. Se presenta saludable el estudio del fenómeno democrático en Argentina a partir de la praxis de los actores sociales implicados. El dinamismo del riesgo histórico que supone la democracia reside en la posibilidad de visualizarla como un peligro, amenaza cristalizada en la inclusión de buena parte de la sociedad civil al horizonte político. Ello generó nuevos lazos de intercambio y negociación entre las demandas propias de los sectores otrora relegados y los requerimientos políticos de la elite dominante. La perspectiva analítica de Michels nos aporta valiosas herramientas para el estudio crítico de nuestro pasado, y a más de un centenario de la sanción de la Ley Sáenz Peña, tal vez debamos retomar algunos de los interrogantes propuestos por aquellos tiempos. Solo así podremos revisar de manera crítica parte de la constelación democrática que, a modo de conexión sideral, se despliega ante nosotros.
Como señaló en alguna oportunidad el politólogo Sheldon Wolin, lo que importa es la continuidad de las preocupaciones y no la unanimidad de las respuestas (1987, p. 37). El camino propuesto en este trabajo intentó dirigirse en esa dirección: desentramar el entramado político para vislumbrar las finas hebras de la política tramada. De este modo, intentamos abrir interrogantes en torno a la praxis política desplegada en este complejo y rico espacio temporal, el cual a su modo señaló el sendero por el cual transitaría el país en allí en más. Camino serpenteante, riesgoso y trágico que albergará la implacable inestabilidad democrática que configurará a la Argentina a partir de 1930.
Notas
[1] Según el filósofo Cornelius Castoriadis, el ateniense Tucídides (460-400 a C.) define al pueblo (demos) como autonomos, autodictos y autoteles, es decir, se rige por sus propias normas, posee su jurisdicción-soberanía y se gobierna a sí mismo (Castoriadis, 1998, p. 117).
[2] Cabe destacar que se distinguen, asimismo, diferentes tipos de democracia: burguesa, censitaria, cristiana, directa, liberal, popular y representativa. Cada una de ellas, contiene un nicho ideológico y práctico que la diferencia de otra forma según preceptos normativos, axiológicos o pragmáticos (Real Academia Española, 2014).
[3] Vale considerar aquí la polisemia y amplitud del concepto “pueblo”, en especial las veinticuatro notas referidas por Alan Badiou (2014, pp. 9-19).
[4] La asunción de la presidencia por parte de Julio Argentino Roca, luego de su exitosa “conquista al desierto”, así como la federalización de la ciudad de Buenos Aires, marcan al año 1880 como el comienzo del orden oligárquico o conservador. En palabras de Mirta Lobato (2000), representa “los cimientos de la argentina moderna” (p. 11).
[5] Ansaldi expresa en relación con el período de hegemonía burguesa que “Como clase fundamental del bloque histórico existente entre 1880 y 1930, la burguesía es dirigente (hegemónica) en los planos económico (modelo agroexportador) y cultural (liberal, laico, ecuménico y hasta democratizante), y dominante en el político (forma oligárquica de ejercicio del poder)” (Ansaldi, W. 1995).
[6] Con el término democracia restringida hacemos referencia a un conjunto de normativas y disposiciones legales que garantizaría cierta libertad y participación de un sector de la población en el juego político. En términos materiales, la operacionalización de la norma queda suturada con el fino hilo del voto venal, lo cual termina configurando un régimen oligárquico mediante el cual se concentra el poder en manos de unos pocos. En contraposición, la democracia ampliada implica, como su nombre sugiere, una apertura dentro del sistema político imperante que hace que vastos sectores de la población queden incluidos como parte de la arena y el juego político.
[7] Con relación a la preeminencia que adquiere la figura del ministro Indalecio Gómez, cabe destacar que Natalio Botana en su célebre trabajo “El orden conservador”, lo considera como el gran operador político. A este respecto señala Fernando Devoto que: “(…) los testimonios son coincidentes en que el protagonismo político excluyente de Gómez, como consecuencia de la enfermedad de Sáenz Pena, se hace visible cuando aquélla se agrava seriamente, es decir en 1913, luego de la aprobación de la reforma electoral”. Véase Botana, N (1994 [1977]) y Devoto, F. (1996, pp. 99-113).
[8] Discurso de Joaquín V. González en la Cámara de Diputados, Sesión del 22/10/1902 (fragmento) en Botana, N. y Gallo, E. (2007).
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Masán, A. (2016). La política tramada y el entramado político. Clase política y oligarquía en la construcción democrática argentina (1880-1930). Sociales y Virtuales, 3(3). Recuperado de http://socialesyvirtuales.web.unq.edu.ar/articulos/la-politica-tramada-y-el-entramado-politico/
Ilustración de esta página: Cao Luaces, José María (s/f). Las elecciones en la Provincia. Disponible en: fotosviejasdemardelplata.blogspot.com.ar/