por Matías Veiga
La escritura de la historia no es un ejercicio inocente u objetivo, sino que por el contrario la interpretación de los hechos del pasado tiene una intención marcada —a veces explícitamente, pero no siempre— que se desprende de la realidad social del propio historiador que construye un discurso específico.
El punto de partida, el único punto físico de partida, es el presente. Siempre nos proyectamos de hoy al ayer. (…) Alejados de la realidad, trabajando exclusivamente sobre el pasado, recopilando documentos muertos, aislado de la producción de bienes materiales por los muros del archivo o la biblioteca, el historiador moderno es el gran triunfo intelectual de la burguesía, que ha tenido en él su funcionario más fiel, barato y eficiente (Moreno Fraginals, 1999, p. 23).
La lectura y el análisis de los sucesos del pasado están atravesados por el contexto sociopolítico contemporáneo al historiador. Sin contacto con la realidad histórica de su presente, el historiador se transforma en un mero instrumento de institucionalización del poder y, por lo tanto, su función social pierde todo activismo posible.
Esto, que a simple vista puede parecer una obviedad, resulta primordial al momento de analizar las escuelas historiográficas argentinas del siglo xx y, más específicamente, la segunda mitad de los años del 1900[1]. El ejercicio del poder por parte del peronismo entre 1943-45 y 1955 fue un parteaguas en la sociedad argentina, fenómeno frente al que ningún actor social permaneció indemne. La polarización política de los años peronistas fue in crescendo, particularmente desde fines de la primera presidencia (1946-1952), lo que terminó por determinar una corta y brutalmente interrumpida segunda presidencia (1952-1955).
Los verdaderos triunfos del peronismo han quedado ocultos detrás de sus prácticas políticas. El culto a la pareja presidencial y el adoctrinamiento sofocante (…) transforma hasta las victorias en derrotas. Además, a pesar de la expansión del consumo popular, de la entrada de trabajadores manuales en el universo de las clases medias, lo que prevalece es la idea generalizada de un declive de la Argentina (Rouquié, 2017, p. 96).
Así las cosas, el golpe de Estado de 1955 y el consecuente exilio de Perón, lejos de desembocar en la extinción del peronismo, funcionaron como apertura de las interpretaciones que se podían hacer sobre el fenómeno peronista de conjunto. La Argentina no estaba en ese entonces en un declive tal como lo advierte Rouquié, pero la continuación de esta seguidilla de golpes militares y democracia en crisis inaugurada con la caída del peronismo —lo descripto por Marcelo Cavarozzi (2002)— atravesó, e incluso trascendió, todo el período que se analiza en el presente trabajo.
La historiografía argentina no fue ajena a la polarización social desencadenada por el fenómeno peronista. La escuela historiográfica que menos modificaciones tuvo en su forma fue aquella surgida a principios de siglo: la nueva escuela histórica (NEH), que continuó durante el período posterior a 1955 con las líneas interpretativas de años anteriores. Si bien la NEH se consolidó entre las décadas de 1930 y 1940 en la academia, al llegar a ocupar cargos públicos (fundamentalmente, dentro del sistema educativo, como se dio con mayor profundidad en el período posterior a 1955), su persistencia y continuidad en la escritura de una historia político-institucional colmada de fuentes oficiales no le permitió el alcance a un público más amplio en la sociedad argentina de la época.
Según la concepción de esta corriente historiográfica, la tarea del historiador científico se limitaba a relatar los hechos históricos de manera pura, tal como aparecían en las fuentes históricas. Este apego a las fuentes documentales impedía que se analizaran procesos históricos complejos en los que intervenían una multiplicidad de variables, por lo que se optaba por realizar una historia político-institucional del pasado no inmediato.
Ya desde 1930 en la perspectiva de la NEH “(…) para adaptarse al clima creado por la crisis argentina, el conocimiento histórico debía ofrecer garantías de su total irrelevancia al presente y al futuro, limitando sus perspectivas a aquellas que los poderosos de turno juzgasen inofensivas” (Halperín Donghi, 1986, p. 491). Siguiendo la línea de Halperín Donghi, la NEH no estuvo a la altura de su tiempo ni en las décadas de 1930-40 ni tras el golpe de Estado de 1955[2], en la medida en que no pudo ni supo —aunque cabe remarcar que tampoco era conveniente— explicar la crisis argentina que estaba aconteciendo; esto, por estar imbricada con el poder político.
Al leer a autores pertenecientes a la NEH se evidencia el perfil político-institucional de sus relatos descriptivos, faltos de análisis profundos y sin declaraciones políticas marcadas. Tal es el caso de Ricardo Levene (1954), quien al analizar los sucesos rioplatenses de la década de 1820 destacaba que
Artigas había sido vencido en Tacuarembó, el 20 de enero, y rechazó el Tratado del Pilar, no obstante que, por uno de sus artículos se invitaba especialmente al Capitán de la Banda Oriental a adherir al mismo la provincia de su mando, «y cuya incorporación a las demás —se lee en el Tratado— se miraría con un digno acontecimiento» (p. 45).
Es de notar la descripción cronológica que realiza el autor, en la que si bien hay una línea interpretativa del fenómeno del caudillismo, no se tienen en cuenta las distintas variables que conforman un hecho histórico; por el contrario, se limita a realzar los sucesos político-institucionales, incorporando inclusive una de las líneas del Tratado del Pilar como base y fundamentación de lo explicitado.
A diferencia de la nueva escuela histórica, el revisionismo histórico, otra corriente historiográfica que se había articulado ya durante la llamada “década infame” (e incluso desde la década de 1920), buscó una salida de la academia y una ruptura con las interpretaciones de la NEH, aunque no tanto con los métodos o formas de hacer historia. La función social de los historiadores que anhelaban los revisionistas era cambiar la versión de la historia oficial, la versión dominante del pasado, buscando exaltar el nacionalismo y revalorizar figuras demonizadas por esa misma historia oficial, como es el caso de los caudillos del interior o del propio Rosas, al lograr salir de la academia, por lo cual se acortó el aparato erudito en estos autores.
Si bien el revisionismo buscó las respuestas a los sucesos contemporáneos, su interpretación sobre la denominada “crisis argentina” implicó un uso más político de la historia como disciplina científica, pero resultó insuficiente al momento de reemplazar su interpretación por la de la historia oficial, ya que a pesar del recambio de historiadores en las instituciones académicas que tuvo lugar durante los años peronistas, ambas escuelas compartían las mismas herramientas metodológicas y cierto grado de arbitrariedad de enfoques. No se trató tan solo de una denuncia y búsqueda de soluciones a la mencionada crisis, sino que también implicó la indagación acerca de los responsables históricos de conducir al país a lo que muchos de estos autores consideraban como la decadencia.
Lejos de conformar una estructura central, con un solo enfoque, el revisionismo se caracterizó, en líneas generales, por la mencionada búsqueda de una historia alternativa a la contada desde el púlpito de los héroes nacionales, la exaltación del nacionalismo, el antiimperialismo y el americanismo. En torno a los años de la Segunda Guerra Mundial, el revisionismo llevó a cabo cierto viraje hacia los estudios económicos, con el mantenimiento del cuestionamiento a la historiografía nacional, aunque no se le restó importancia totalmente a los aspectos políticos de la etapa precedente.
El análisis historiográfico del revisionismo parte de la interpretación de las tensiones posteriores a 1810 a nivel nacional entre, por un lado, la minoría ilustrada en favor del sometimiento económico ante las potencias extranjeras para lograr de esta forma el desarrollo y, por otro, las masas (o bien, los liderazgos de masas) que buscan el desarrollo nacional sin intervenciones extranjeras.
En este sentido, a partir de 1945 el ambiente cultural argentino se vio modificado como consecuencia del apoyo o la resistencia al fenómeno peronista. El revisionismo, escuela historiográfica cruzada por las variables sociales, culturales y políticas, no quedó indemne frente al nuevo gobierno. “Existieron, simultáneamente, revisionistas que se instalaron en la oposición, como Julio Irazusta, y debe además tenerse en cuenta que otros historiadores, como José Torre Revelo, Ricardo Piccirilli, o Leoncio Gianello, se aproximaron al nuevo movimiento y fueron funcionarios en distintas áreas” (Cattaruzza, A.; Eujanian, A., 2003, pp. 162-163).
De esta manera, el contexto mundial de la inmediata posguerra y el contexto nacional del gobierno peronista y del golpe de Estado de 1955 produjeron la división entre un revisionismo peronista —que buscó trazar una línea de continuidad histórica entre San Martín, Rosas y Perón— y un revisionismo no peronista, en el cual se pueden llegar a incluir las tendencias de izquierda que se desarrollarían más adelante. Dentro del primer grupo se puede citar a José María Rosa, como ejemplo del revisionismo peronista, al interpretar las polémicas sobre el pasado rosista:
Rosas fue al gobierno en 1829 como hombre de orden. No era un político, y llegaba a las posiciones públicas como consecuencia de sus actividades privadas (…) Pero Rosas era algo más que un hombre de orden. Era el argentino por excelencia, en quien se encarnaban todas las virtudes y posibilidades de la raza criolla (…).
La política económica de Rosas tenía que diferir fundamentalmente de la de Rivadavia. Rosas no era tan ingenuo como para creer en el desinterés de la ayuda extranjera. (…) En sus estancias el gringo era bien recibido, pero a condición de trabajar a lo criollo: con lealtad hacia el patrón y los compañeros y sin hacerle asco a las jornadas duras (Rosa, 1967 , pp. 107-108).
En el fragmento citado, el autor exalta el nacionalismo social y económico de Rosas y su capacidad para establecer el orden en la sociedad argentina, construyendo a partir de estas cuestiones la imagen de un líder que busca el desarrollo nacional sin intervenciones extranjerizantes, a menos que estas estuvieran sometidas a la voluntad nacional. La figura de Juan Manuel de Rosas encarna y personifica a un líder que representó y manejó un adecuado equilibrio político entre su propia personalidad como dirigente junto con algunos atributos de la minoría ilustrada y el apoyo de las masas, dando lugar a la defensa de los intereses nacionales que la elite dejó de lado (si bien José María Rosa [1967] llegó a afirmar que Argentina nunca tuvo elite dirigente).
En su exaltación del rosismo, por la identificación que el peronismo hizo con este personaje y con esta época histórica específica, el revisionismo quedó identificado —por extensión— con el propio peronismo. Mientras que, por otro lado, los golpistas dirigentes de la Revolución Libertadora se identificaron con la línea histórica opuesta a la de San Martín-Rosas-Perón, exaltando la línea histórica antirrosista de continuidad Mayo-Caseros. La centralidad de la relación entre el líder y la masa en distintos momentos históricos fue una problemática abordada por, prácticamente, todas las escuelas historiográficas a partir del peronismo (si bien la temática de esta relación ya había sido abordada con anterioridad, la centralidad que ocupó a partir de entonces constituye la novedad), con lecturas diferentes de los procesos que se encontraban relacionadas con el análisis de los sucesos contemporáneos a los historiadores.
La izquierda argentina, como las izquierdas de todo el mundo, atravesó a mediados de siglo internas polémicas a partir de la invasión a Hungría, el proceso de descolonización, la Revolución cubana, el conflicto chino-soviético y, particularmente en Argentina, el peronismo. Si la izquierda argentina vivió profundas divisiones a partir de los sucesos mencionados a escala mundial, el contexto nacional produjo una reconsideración del gobierno peronista en varias direcciones. La más clara de estas fue la dirigida por la llamada Izquierda Nacional.
La organización partidaria de esta corriente historiográfica se dio en torno al Partido Socialista de la Izquierda Nacional, fundado en 1962 y que devino en el Frente de Izquierda Popular en el decenio siguiente. Estos intelectuales formaron un discurso que los distinguía de otras tendencias de izquierda, por lo que se caracterizaban por pertenecer a orientaciones de orígenes trotskistas y que, en algunos casos, terminaron por integrarse al movimiento peronista. Su autollamado revisionismo histórico socialista “…se manifestaba receloso del rosismo —uno de sus miembros planteaba que el rosismo y el mitrismo eran dos alas del mismo partido, el de los terratenientes bonaerenses— y se inclinaba a apreciar a los caudillos federales del Interior” (Cattaruzza, 2010). Más allá de las diferencias entre autores, el análisis de la Izquierda Nacional se basa mayoritariamente en el problemático desencuentro entre la izquierda tradicional y las masas argentinas hacia mediados del siglo xx.
Un fragmento de un libro de Jorge Abelardo Ramos (1974), uno de los exponentes de la Izquierda Nacional, da cuenta de estas manifestaciones al sostener que Rosas
…contó con el apoyo unánime de todas las fuerzas bonaerenses: del pueblo rural, por gaucho; de los artesanos urbanos, por proteccionista; de los estancieros, por ser uno de los suyos. A la burguesía comercial la dejó enriquecer, al mantener el monopolio del puerto, pero la apartó de la política sin miramientos.
Juan Manuel de Rosas fue la primera expresión capitalista en la Argentina (…) Rosas tomó el poder en nombre de los ganaderos (p. 133).
La multiplicidad de dimensiones en el análisis historiográfico era algo que se estaba desarrollando en el ambiente cultural, lo cual se evidencia no solo por el vocabulario utilizado por autores como Abelardo Ramos, sino también por el debate cultural sobre los modos de producción en América Latina iniciado en la década de 1960. En dicho debate se dilucidaron las distintas aristas de la renovación historiográfica de los años precedentes, tanto a nivel nacional como latinoamericano.
Tal es el caso de, por tomar un ejemplo, Milcíades Peña, quien llevó a cabo la mayor parte de su producción historiográfica entre 1955 y 1957, en la que ya no predomina la descripción pormenorizada de hechos específicamente político-institucionales, sino el análisis riguroso, sobre todo cualitativamente hablando, de los intereses de clase.
Los caudillos eran jefes bonapartistas —diríamos hoy— de las clases dominantes del Litoral y el Interior en lucha contra la oligarquía porteña. Los caudillos se apoyaban en el gauchaje y en las masas desposeídas del Interior porque ése era el único elemento con que contaban para oponer al ejército de línea porteño. (…)
Los caudillos pertenecían por origen e intereses a estas clases dominantes. Ninguno de nuestros caudillos fue gaucho por la simplísima razón que todos, sin excepción quizás, comenzaron o al menos terminaron como patronos estancieros (Peña, 1972, p. 25).
En este fragmento se evidencia no solo el análisis de los intereses de los caudillos, en coincidencia con los de las clases dominantes, sino que también cabe destacar que la terminología que utiliza el autor es propia de los historiadores británicos o económicos en general. De esta manera, Peña se interioriza en el análisis de las características de los sectores terratenientes y comerciales y lo profundiza.
La renovación historiográfica estuvo caracterizada por un acercamiento a las temáticas históricas de la escuela de Annales, aunque la profundidad del análisis no alcanzó el mismo nivel que la escuela francesa. En el caso argentino, el análisis histórico interdisciplinario estuvo influenciado, en un primer momento y en mayor medida, por el análisis económico de los marxistas británicos y por la sociología funcionalista norteamericana. Además, cabe remarcar el pasaje del relato histórico meramente narrativo de las tradiciones historiográficas de larga data —sobre todo de la nueva escuela histórica, pero también de parte del revisionismo— a un relato más analítico en el que si bien no se abandonaron completamente los aspectos políticos tradicionales, se le sumaron otras variables que enriquecieron el análisis historiográfico y las interpretaciones del grupo renovador. Esto puede ser una consecuencia de
(…) la naturaleza misma del proceso histórico en el que se produce la renovación de los estudios, signada no sólo por la crisis que condujo al período de inestabilidad política, sino por una notable activación, en círculos cada vez más amplios, de la discusión ideológico-política (Devoto, 2006 , p. 224).
Si bien la renovación incluyó una apertura a las esferas económica y social, no se produjo un abandono de los aspectos políticos, pero sí declinó su preeminencia dentro de los temas históricos tratados.
A pesar de utilizar la metodología de Annales, la renovación se centró —antes que en el período precapitalista, como sucedió con Annales— en el período capitalista, más específicamente, en la modernización capitalista (aporte de la sociología) y el desarrollo (aporte de la economía); no centrada tan solo en el país como unidad cerrada, sino que se ampliaron los ámbitos y lugares estudiados. La mencionada metodología implicó el pasaje de una mera recolección de datos y reproducción narrativa a través de un relato histórico descriptivo —propio de las escuelas historiográficas anteriores a la renovación de la década de 1950— a una recopilación, estandarización y selección de hechos centrada en determinados fenómenos y un posterior análisis de aquellos aspectos capaces de cuantificarse para luego ser analizados interpretativamente de manera más general.
El abordaje llevado a cabo por José Luis Romero, fundador de la mencionada renovación historiográfica, de distintos aspectos de la realidad nacional tuvo lugar a partir de su experiencia al utilizar los criterios y la metodología en cuestiones europeas, que supo trasladar y aplicar a la historia latinoamericana y argentina en particular. Desde sus inicios, Romero (1946) es capaz de analizar los procesos que se llevan a cabo en el desarrollo del pensamiento nacional a partir de la dicotomía entre autoritarismo y liberalismo, en torno a la construcción del poder de los caudillos:
Los caudillos fueron los conductores de las masas populares de las provincias. Ajenos, en general, a todas las sutilezas que suponía el ejercicio del poder dentro de la concepción de los grupos ilustrados, poseían algunos caracteres que evidenciaban su inequívoca aptitud para polarizar las simpatías y excitar la admiración. Por eso fueron los jefes populares que, si llegaban al poder por la violencia y no poseían título jurídico para ejercerlo, tenían en cambio una tácita adhesión de ciertos núcleos que los respaldaban y los sostenían.
El secreto de esta adhesión residía en la afinidad entre el caudillo y las masas populares. (…) Esa autoridad se basaba no solo en las virtudes personales de hombre de combate y hombre de campo; se apoyaba asimismo en cierta premeditada actitud mediante la cual las masas rurales llegaban a considerar a su caudillo como dotado de poderes insólitos (pp. 112-113).
El análisis multicausal y no limitado a las fuentes documentales institucionales, junto con los aportes de otras disciplinas además de la historia, entre otras cuestiones, permitió a los autores de la renovación historiográfica la realización de argumentaciones de este tipo, en donde se tiene en cuenta el proceso por medio del cual los caudillos llegaron a ejercer su influencia.
Aun así, el proyecto renovador no soportó como empresa colectiva el quiebre de 1966, a nivel político-social en el país, momento a partir del cual los historiadores renovadores optaron por tres alternativas: pasaron a trabajar en centros privados de investigación a través de la escritura de documentos de trabajo que si bien no se publicaban, circulaban en grupos reducidos; procedieron al exilio; o, finalmente, estuvieron quienes eran personajes marcadamente contestatarios al comienzo del período pero que a partir de 1966 se tornaron fuertemente conservadores.
Halperín Donghi (1986) destaca
…que las razones que hacían ya impracticable en los hechos el proyecto de una « historia a la altura de los tiempos» incitaban a preguntarse retrospectivamente si no había habido en ese proyecto, desde su origen mismo, una inadecuación a los concretos requerimientos de la situación argentina que hacía imposible considerar a la peripecia que vino a cerrarlo un mero accidente en el camino (p. 504).
Para el autor, la renovación historiográfica —de la que él mismo formó parte— no estuvo a la altura de los tiempos no solo por los sucesos políticos del período 1955-1973, sino porque “…los protagonistas de esa renovación historiográfica no solo no sabían hacia dónde se encaminaba esa interminable crisis argentina, sino —lo que era más grave— no estaban siempre seguros de saber hacia dónde deseaban verla encaminarse” (1986, p. 494).
Así las cosas, si bien la renovación historiográfica se tornó una necesidad para poder suplir las limitaciones de las escuelas historiográficas previas a la década de los cincuenta, también trajo aparejadas otras limitaciones relacionadas con la adecuación al tiempo histórico contemporáneo a los autores, que —siguiendo a Halperín Donghi (1986)— no fueron capaces de encauzar la renovación historiográfica hacia un punto común; más allá de los vaivenes sociopolíticos y económicos del país, el grupo renovador tampoco logró con una efectividad total encaminar los aspectos culturales nacionales.
Esta postura crítica debe ser matizada al tener en cuenta las nuevas formas de hacer historia que se introdujeron a partir de la renovación, que no alcanzaron el nivel de profundidad de tradiciones historiográficas de larga data, pero sí modernizaron en parte los análisis llevados a cabo por parte de los historiadores de la época y los posteriores. Aunque también con sus limitaciones, el grupo renovador fue capaz de actualizar la disciplina historiográfica nacional.
Notas
[1] La contextualización histórica del período en cuestión (1955-1973) se realizará a medida que el relato y la descripción sobre las escuelas historiográficas se vaya desarrollando, con la finalidad de poder demostrar lo expuesto acerca de la importancia de los sucesos contemporáneos a los historiadores al momento de la escritura de la propia historia.
[2] Que, no casualmente, Halperín Donghi prefiere denominar revolución militar.
Referencias bibliográficas
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Halperín Donghi, T. (1986). Un cuarto de siglo de historiografía argentina (1960-1985) . Desarrollo Económico, 487-520. Buenos Aires: CEAL.
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Moreno Fraginals, M. (1999). La historia como arma. Barcelona: Crítica.
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Ramos, J. A. (1974). Las masas y las lanzas. En: Revolución y Contrarrevolución. Buenos Aires: Editorial Plus Ultra.
Romero, J. L. (1946). Las ideas políticas en la Argentina. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Rosa, J. M. (1967). Defensa y pérdida de nuestra independencia económica. Buenos Aires: Huemul.
Rouquié, A. (2017). El siglo de Perón. Ensayo sobre las democracias hegemónicas. Buenos Aires: Edhasa.
¿Cómo citar este artículo?
Veiga, M. (2019). La historiografía argentina entre las limitaciones y la renovación (1955-1973). Sociales y Virtuales, 6(6). Recuperado de http://socialesyvirtuales.web.unq.edu.ar/dossier/la-historiografia-argentina-entre-las-limitaciones-y-la-renovacion-1955-1973/
Ilustración de esta página: Perego, A. (2019). 1998 (fragmento). [Técnica mixta]. En Programa de Cultura (Coord.) “Exposición 30 años, 30 obras”. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes. Clic en la imagen para visualizar la obra completa