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Breve introducción a la construcción ideológica e identitaria de la burguesía en Europa occidental

Por O. Fernando Culell cullel

Resumen

El propósito del presente artículo es realizar un esbozo introductorio de las formas particulares que tomaron las construcciones ideológicas e identitarias de la burguesía de Europa occidental como grupo social emergente en el proceso de su consolidación como clase hegemónica. Comienza con un breve repaso sobre sus orígenes para concluir con la presentación de los elementos principales que conforman la base de su ideología y los distintos momentos por los que transcurre la construcción de su identidad como actor social.

Palabras clave: burguesía, identidad social, ideología, historia social.

Los orígenes

La burguesía moderna, la que consolida su hegemonía hacia el segundo tercio del siglo XIX, es una clase social conformada por la confluencia de grupos sociales de diversos orígenes, que se desarrollaron de manera paralela pero interrelacionada a lo largo de varios siglos. Uno de estos grupos, quizá el más antiguo, tiene sus primitivos orígenes en las actividades errantes de los primeros mercaderes de la Europa medieval, personajes marginales y aventureros cuya itinerante vida transcurría acarreando con toda clase de objetos que pudieran cambiar, preferentemente, por dinero. Su público comprador era la nobleza, los poseedores del oro que de forma creciente fueron transformando en dinero para pagar los objetos que deseaban adquirir. Esta actividad pronto demostró ser una potencial fuente de riquezas y proliferó. Los mercaderes comenzaron a viajar en grupos con el fin de defenderse mutuamente de los robos y saqueos a los que estaban expuestos en los peligrosos caminos del mundo medieval, donde acechaban vulgares ladrones y codiciosos nobles con sus milicias ávidos, tanto unos como otros, de obtener mercancías por la fuerza. Sin duda estos primeros viajes colectivos constituyen, además de una primigenia forma de organización, la base de una naciente conciencia de grupo. Las experiencias individuales comienzan a socializarse en el grupo y esto conlleva inexorablemente a una creciente homogeneización en las actitudes, percepciones y posturas ideológicas del mismo. La actividad comienza entonces una incipiente institucionalización. Entre los siglos XI y XIII, se crea un circuito fijo de mercados, se establecen acuerdos de protección y exención de impuestos con la nobleza en amplias zonas geográficas y se amplían las rutas del comercio y la circulación de mercancías. También se amplía la circulación de dinero y la acuñación de monedas comienza a crecer en cantidad y diversidad de manera acelerada. Este crecimiento monetario posibilita el origen de las actividades del cambista y del prestamista, funciones que por lo general ejercían los mismos mercaderes enriquecidos (Le Goff, 1982). Nace así, paralelamente a la burguesía comercial y como complemento de la misma, la burguesía financiera. En esta etapa, el mercader deja de ser itinerante y se consolida en el sedentarismo. La zona del Mediterráneo y la del Báltico se convierten en los centros de la actividad y sus polos principales se ubican en el norte de la actual Italia y en las ciudades del norte de Alemania, Francia y los Países Bajos.

El grupo social de la burguesía representa en el contexto de la sociedad medieval un fenómeno particularmente singular. Su ámbito geográfico, donde los componentes de este grupo instauran su dominio y desde el que expanden su influencia, es el urbano, en contraste con la ruralidad tradicional del medioevo. No son campesinos ni están atados a las relaciones feudales de servidumbre como estos, pero tampoco son nobles ni forman parte del clero. La especificidad de su actividad ubica a la burguesía en una posición socioeconómica que no encaja en el esquema ideológico medieval de los tres órdenes. Por otra parte, acumulan un poder económico creciente que para el siglo XIII compite ya, en algunos casos, con el de la nobleza. El crecimiento de este poder económico trae aparejada la necesidad de influir, condicionar y, de ser posible, dominar el poder político, aunque más no sea por el motivo de asegurar un ambiente propicio para la rentabilidad de sus negocios. Esta necesidad de la burguesía de intervenir de algún modo en las decisiones políticas, el impedimento que supone la diferencia de sangre a su deseo de pertenecer a la nobleza, sumado a la tentación que suscitan en esta última las fortunas de la primera, resulta en una relación tensa y ambigua entre estos dos grupos sociales; una relación de alianzas y conflictos, de deseo y rechazo.

La ideología

Existen dos movimientos simbólicos de primer orden en el surgimiento de la ideología burguesa. El primero es el desplazamiento de la sangre por el dinero como valor estructurante de la estratificación social. El segundo es el reemplazo de la respuesta religiosa por la respuesta racionalista como autoridad para comprender el mundo. Ambos movimientos conforman la base de la secularización operada sobre la percepción del mundo por parte de este pujante grupo social.

Claro está que en el período inicial de su desarrollo, y al menos hasta el siglo XVIII y sobre todo el siglo XIX, no existe una conciencia de la burguesía como tal. Pero sí existe ya en el seno de la actividad social del grupo, desde el primer momento, el elemento alrededor del cual se estructurará la misma: el dinero. Su búsqueda es parte importante del origen de la burguesía. Su acumulación, la fuente exclusiva del poder burgués. La centralidad del dinero en la esfera económica, y también en la social, es la novedad que comienza a imponer la burguesía al mundo medieval. Las nuevas relaciones sociales que se establecen con su uso y la expansión irrefrenable del mismo van modelando la realidad a imagen, y a beneficio, de la burguesía. Cada relación social que se monetariza, cada nuevo producto o elemento de producción que ingresa al mercado, aumentan el universo del dominio burgués. Paulatinamente, elementos que antes no se encontraban regulados por el dinero comienzan a estarlo. Uno tras otro, educación, fuerza de trabajo, títulos de nobleza, comienzan a ser comprados por la burguesía con dinero. El estupor que causa este fenómeno en los estamentos tradicionales puede verse reflejado en el poema satírico de Francisco de Quevedo y Villegas titulado Poderoso Caballero es Don Dinero.

En particular, la compra de títulos de nobleza es un hecho que trajo aparejada una profunda consecuencia. La posibilidad misma de comprar títulos de nobleza conspiraba, aunque quizá esto no fuera muy evidente en aquel momento, contra la legitimidad de la nobleza como institución. El privilegio de la nobleza estaba basado en, y legitimado por, un privilegio de sangre. Quien heredaba por medio de su linaje la sangre noble, heredaba con ella el privilegio de la nobleza del cual el resto de los mortales quedaba, por definición, excluído. Si este privilegio era suceptible de ser comprado, exponía al mismo tiempo su falsedad. Perdía así su encanto maravilloso, como la carroza de Cenicienta mostrando a medianoche su realidad de calabaza. En el acto concreto de la compra, la legitimidad del privilegio pasaba de basarse en la sangre a basarse en el dinero. Este es un hecho sutil, pero fundante: resquebraja el poder feudal de la nobleza, socavando su principal sustento ideológico, y permite al poder capitalista de la burguesía ocupar su lugar. Es interesante ver, al margen de esto, cómo el dinero en adelante también se convertirá en un elemento de privilegio heredable por medio del linaje.

También con la transformación del trabajo en mano de obra (Lowe, 1986), es decir, con la mercantilización de las relaciones laborales, la burguesía experimenta cotidianamente el poder del dinero. La dirección de la producción, y por tanto, del trabajo ya no proviene de quien posee el conocimiento técnico, la experiencia en la tarea, sino de quien paga por tal cosa. La posesión del dinero arrebata, en este sentido, el dominio sobre el trabajo a sus tradicionales poseedores. Esto significa que ya no es necesario para llevar a cabo una empresa un conocimiento específico sobre la materia, sino solo el dinero para poder comprarlo. El único conocimiento indispensable es el que versa sobre cómo obtener dinero, mantenerlo y acumularlo. Esto posibilita teóricamente a la burguesía llevar a cabo cualquier emprendimiento.

Con respecto al campo religioso, la burguesía no se origina en el ateísmo. Por el contrario, nace en un contexto profundamente creyente y si luego se acercará a posturas ateístas es por una particularidad de su fe que abrirá la brecha que posibilitará esto. Esta particularidad es la novedosa concepción de la relación entre la divinidad y el mundo material. Como señala Romero (1999), la burguesía comienza a creer, explícita o implícitamente, en un dios demiurgo que crea el mundo pero que, al contrario de lo que ocurre en las concepciones religiosas tradicionales de aquella época, no interviene en su materialidad cotidianamente. Esto que puede parecer un detalle de especulación metafísica sin mayor importancia, tuvo enormes consecuencias en todo el desarrollo histórico posterior. Es el inicio de la percepción secular de un mundo regido por sus propias leyes. Mejor dicho, es el retorno a una vertiente del pensamiento griego que había sido sepultada en Europa por el cristianismo. Este hecho, que implica un grado de racionalización en la creencia religiosa, abre el camino para el pensamiento científico y para la expansión del racionalismo a todos los ámbitos de la actividad humana. La idea de la existencia de leyes que gobiernan el mundo, que comienza a conformarse de este modo, conduce al afán de conocerlas con el fin de prever el curso que tomarán los acontecimientos y poder actuar sobre ellos. Esta afición por el cálculo es otro elemento constitutivo de  la ideología burguesa, presente desde sus orígenes y relacionada en forma directa con su actividad económica.

Un ámbito particularmente importante de la actividad humana en el que repercute directamente esta racionalización es el de la política. En este caso, a la idea de leyes seculares que rigen el campo político sigue el desafío de transformarlas. Entre fines del siglo XV y comienzos del xvi, la obra de Nicolás Maquiavelo funda una larga y fecunda tradición de análisis político secularizado. La posibilidad de teorizar racionalmente el funcionamiento real de la política brinda, a su vez, la de teorizar su funcionamiento ideal. El desarrollo de todo este campo del pensamiento occidental posibilitará, ya en el siglo XVIII y especialmente en Francia, el surgimiento de una nueva sociabilidad política (Furet, 1980) fundamentada en un nuevo espacio para el debate de ideas que pondrá como protagonistas al individuo y a la razón: la esfera de la opinión pública (Bianchi, 2012). Este espacio, representado por los cafés, los salones, las sociedades y logias y también los periódicos, que se constituyeron en verdaderas tribunas donde el individuo podía expresarse, representó una especie de ejercicio preliminar o ensayo de la disputa democrática donde la superioridad no residía en el origen de nacimiento sino en el talento expuesto en el uso de la razón. Claro está que este ejercicio democrático tenía grandes limitaciones: por un lado, estaba restringido a los individuos educados, una pequeña minoría en aquella época; por otro, no tenía ninguna clase de correlato en la acción política concreta e inmediata. Esto será así al menos hasta los sucesos de 1789 en Francia.

Otra novedad importante ligada al desarrollo de la burguesía aparece en la concepción del devenir temporal. Donald Lowe (1986) señala que la percepción del tiempo como cambio acumulativo que conduce siempre hacia algo nuevo nace con la experiencia de la burguesía. Es una ruptura con las conceptualizaciones cíclicas del tiempo que dominaron en todas las épocas anteriores. Esta apertura al surgimiento de lo nuevo repercute en la concepción de la posibilidad de un cambio también en el orden social. Además, tiene una relación directa con el surgimiento del concepto moderno de “progreso”, uno de los pilares de la ideología burguesa cuyo desarrollo presenta múltiples implicancias en las más diversas áreas. Por dar un ejemplo, pensar y elaborar la teoría de la evolución en biología no hubiera sido posible sin el presupuesto anterior de este concepto. En suma, esta nueva percepción del tiempo forma parte, junto con la particularidad de la concepción religiosa ya mencionada, de la base indispensable para la existencia y el desarrollo del pensamiento científico, sin el cual no podemos pensar la Revolución Industrial que tanto aportó al poder burgués. Por otra parte, la nueva percepción temporal se oponía a la hegemónica percepción milenarista (Lowe, 1986) y a la concepción estática del orden social (Romero, 1999) sostenidas por el cristianismo y representaba, por lo tanto, otro ataque ideológico al poder eclesiástico feudal.

Si bien estos dos movimientos, el dinero como valor y la razón como autoridad, con todas sus consecuencias, se venían operando sutilmente desde al menos el siglo XIII, es recién en el siglo XVIII cuando se hacen evidentes y se explicitan abiertamente. Entre los siglos XV y XVI, el fenómeno denominado Renacimiento fue el primer despertar ideológico de la burguesía. Pero fue un despertar prematuro que no llegó a constituirse en conciencia plena y distinta. Solo mucho tiempo después, en retrospectiva, podrán verse con claridad sus dilatados efectos. Es a fines del siglo XVII y, principalmente, en el siglo XVIII cuando este proceso de racionalización recién tomará forma en un discurso filosófico sólido de la mano de los pensadores de la Ilustración. Este es al fin el discurso que tomará como voz la burguesía a la hora de reclamar su legitimidad política y alrededor del cual, en plena disputa por la misma, irá construyendo su propia identidad. En este sentido, Robert Darnton (2008) establece, en un profundo estudio sobre la literatura censurada por el Antiguo Régimen, las conexiones que existieron entre esta corriente de pensamiento y la toma del poder por parte de la burguesía en la Revolución Francesa.

Existe, sin embargo, una polémica no resuelta en la disciplina histórica sobre el momento particular en que la burguesía toma conciencia de sí misma como clase social. Historiadores como Furet (1980) y Hobsbawm (1992), por ejemplo, han tomado posiciones contrapuestas respecto a este tema. La polémica gira, en especial, en torno a la cuestión de si fue o no la Revolución Francesa una revolución consciente de la burguesía para apoderarse del control político. Establecer los puntos de las distintas posiciones en este debate quedará por fuera de este artículo. De todos modos, y sea como sea que haya llegado a ella, es importante señalar que la experiencia de la Revolución Francesa le dio a la burguesía la certeza de que era capaz de dominar la esfera política, prescindiendo de las autoridades feudales y sometiendo a los demás sectores de la sociedad bajo su control.

La identidad

Un elemento particularmente importante en la construcción de toda identidad es la existencia, o la postulación, de un Otro (Hall, 2003). Marcar la diferencia con este Otro constituye la base de la identidad propia de cualquier grupo social. Sobre esta base y siempre en referencia a ella se construye toda la estructura simbólica de la identidad. Los elementos constitutivos de la misma son los elementos que marcan la diferencia. Nosotros somos lo que ellos no son, nosotros tenemos lo que ellos no tienen. Y, por supuesto: nosotros somos buenos, ellos son malos. La identificación del Otro con el Mal está siempre presente, explícita o implícitamente, en la construcción de identidad.

Teniendo en vista esto, podemos distinguir tres momentos en la conformación identitaria de la burguesía. El primero de imitación de la nobleza. El segundo de integración con las clases bajas en confrontación con la nobleza. El tercero de suplantación de la nobleza en confrontación con las clases bajas. Este último momento es en el que podemos ubicar la identidad específica de la burguesía.

El primer momento comienza cuando los mercaderes alcanzan a acaparar grandes fortunas, sobre todo en el período en el que muchos de ellos se constituyen en banqueros. Desde esta época y hasta el siglo XVIII, la burguesía carece de una ideología consistente y, sobre todo, de una identidad propia asumida. Inmersa en el mundo perceptual y conceptual del sistema feudal, creciendo bajo la hegemonía de su dogma, la burguesía no concibe otra forma de prestigio social que la representada por la nobleza. La nobleza representa entonces el ideal a alcanzar para una burguesía que prospera económicamente a grandes pasos, la única posición visible como meta del ascenso social. A la vez, eran plenamente conscientes de la imposibilidad de alcanzar legítimamente esa posición sin poseer un linaje de nobleza. La imitación de la nobleza y el anhelo de integrarse a ella es entonces la tendencia dominante en la burguesía en este momento (Le Goff, 1982). Otras tendencias orientadas en el mismo sentido fueron la compra de títulos de nobleza y el acceso a la nobleza por matrimonio o, en el caso de los profesionales letrados, por servicios prestados como funcionarios del Estado. Esto último dio origen a la denominada “nobleza de toga”, particularmente importante en Francia. A este momento peculiar en el que el Otro se constituye en objeto de deseo lo podríamos denominar como la identidad mimética de la burguesía. En sentido estricto, este momento no representa la construcción de una identidad propia, sino la búsqueda de integración en una identidad ajena.

El segundo momento es más puntual y tiene lugar en el marco temporal en que la burguesía conduce una revolución con el fin de obtener el poder político. El caso paradigmático que ilustra esto es el de la burguesía francesa en el período que va de los años 1789 a 1830. Sin embargo, es un momento que se repite en distintos espacios geográficos y en distintos períodos de tiempo en los que la burguesía intenta, con éxito o sin él, una toma revolucionaria del poder. La principal característica de este momento es la identificación por parte de la burguesía con todos los sectores de las clases inferiores, conformando en conjunto una totalidad expresada bajo el concepto de “pueblo”. Esta construcción teórica de una totalidad se sustenta por lo general en algún mito de los orígenes de corte nacionalista. La burguesía se posiciona como portavoz de este “pueblo” y dirige sus acciones. También, señalando su ilegitimidad y exponiendo sus abusos, delimita al enemigo: la nobleza, la aristocracia dueña de las tierras y poseedora de privilegios por derecho de sangre. Aquí alza la burguesía su estandarte más difundido: “todos los hombres son iguales”. Exige el fin de los linajes privilegiados, la igualdad de oportunidades para todos. Esta es la identidad revolucionaria de la burguesía.

El tercer y último momento, también lo es cronológicamente. Tiene su aparición tras la toma del poder político por parte de la burguesía. Su característica principal es la de ser la contracara absoluta del segundo momento identitario, de la identidad revolucionaria. Desde el momento en que la burguesía se posiciona al mando del poder político, la igualdad de los hombres puede seguir siendo postulada teóricamente; sin embargo, en la práctica, los hombres comienzan a diferenciarse. El dinero es, una vez más, la medida de la diferencia. La burguesía se deslinda de las clases inferiores, asignándoles la marca de incultas, holgazanas, peligrosas, delictivas, etcétera. Restructura así por completo su identidad, construyendo con las clases bajas un nuevo Otro al que es necesario, si no combatir, al menos controlar o alejar. La cultura y la educación burguesas se erigen en este momento como símbolos de superioridad, como licencia natural para ejercer el poder y como barreras infranqueables que las clases inferiores, incluidas aquí en cierta forma las mujeres de la propia burguesía, no pueden atravesar. Esta es la identidad reaccionaria de la burguesía, la identidad de la burguesía en el poder. Una identidad que guarda muchas similitudes con la identidad aristocrática tradicional que anteriormente confrontó. Bajo esta identidad la burguesía extenderá su hegemonía desde su toma definitiva del poder en la primera mitad del siglo XIX hasta que la crisis del consenso liberal y progresista subyacente a los sucesos que marcaron las primeras décadas del siglo XX (Primera Guerra Mundial, Revolución Rusa, acceso de las masas a la educación y a la legalidad política, entre los más relevantes) obligue a la reconfiguración de la misma bajo otras coordenadas. punto final_it8x12


bibliografia Referencias bibliográficas

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 ¿Cómo citar este artículo?

Culell, F. O. (2015). Breve introducción a la construcción ideológica e identitaria de la burguesía en Europa occidental. Sociales y Virtuales, 2(2). Recuperado de http://socialesyvirtuales.web.unq.edu.ar/breve-introduccion-a-la-construccion-ideologica-e-identitaria-de-la-burguesia-en-europa-occidental/

Ilustración de esta página extraída de: Amézola, G.; Dicroce, C. (2000) Historia universal contemporánea: problemas, debates y puntos de vista. Kapelusz, Buenos Aires.

 

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