Reflexiones en un presente desconocido sobre un futuro incierto[1]
por Ingrid Sverdlick[2]
Una introducción al presente desconocido
Este artículo debería tratar sobre la evaluación en la pospandemia. Empecé pensando en la evaluación en general y en la situación que estamos atravesando en relación con la educación escolarizada. En un repaso mental, fueron surgiendo las problemáticas que se han estado planteando con la educación en esta situación de emergencia: la necesidad del sostenimiento del vínculo pedagógico (que supone también el compromiso y el vínculo afectivo), el desafío de llegar a todo el estudiantado a través de diferentes medios (material impreso, comunicacionales y tecnológicos), atendiendo las desigualdades que atañen a los recursos tecnológicos, a la conectividad y a los saberes vinculados con la educación virtual; las condiciones del trabajo docente en la coyuntura; la redefinición y selección de contenidos curriculares, la dinámica de las clases, el pedido, la realización y la entrega de tareas; la evaluación y acreditación de conocimientos para dar por certificada una etapa que habilite a la siguiente y una gran variedad de cuestiones que han ido emergiendo a medida que se implementa la estrategia de educación en cuarentena. Sin embargo, con cada esfuerzo por centrarme en pensar la evaluación en una etapa de pospandemia, pasaba del blanco mental a tener algunas ideas deshilachadas que poco me conformaban. Después de darle vueltas y vueltas a la cuestión, me di cuenta de que lo que me estaba dificultando para avanzar con mis reflexiones sobre la temática, era la expresión “pos-pandemia”, particularmente por lo incierto del “pos” en este caso.
Al momento de escribir estas líneas Argentina se encuentra transitando lo que podría ser el pico de la pandemia, o bien el inicio del pico, con particular concentración de casos en el AMBA. Aún no se puede saber hasta dónde llegará la escalada del ascenso de contagios y muertes para empezar a descender en algún momento. No hay certezas sobre el comportamiento del virus ni respecto de cómo o cuándo dejará de ser una amenaza sanitaria, no sólo para nuestro país, sino para el mundo. Por el momento lo único que se evidencia en el día a día es la velocidad del contagio, su capacidad expansiva y que la forma más acertada de mitigar el daño y tener cierto control sobre el virus, parece ser apelando al aislamiento social. La pandemia del COVID-19 viene interpelando a todos los gobiernos y ocasionando intervenciones definidas, en algún sentido, no siempre el mismo, según sea el país o incluso la provincia o estado, en la casi totalidad de los países del mundo. Se sabe que el virus puede llegar, sin discriminar, a cualquier persona; sin embargo, también se sabe que, independientemente de su potencia de contagio, afecta en mayor medida y en todos los órdenes de la vida, no sólo los sanitarios, a las poblaciones más vulnerables, dejando al descubierto, una vez más, las desigualdades sociales y económicas existentes y la profundización que opera sobre la desigualdad en esta coyuntura.
Pensar en el “pos” implica tejer hipótesis desde un presente desconocido sobre un futuro incierto. Transitamos este presente como un tiempo que se torna permanentemente novedoso, que no “controlamos”, que no logramos comprender; se nos configura como una plataforma que desconocemos, que se nos hace ajena y nos dificulta proyectar “algún futuro” sobre una construcción que se visualice firme. Se podría hipotetizar que en algún momento la pandemia pasará o que el virus se convertirá en una presencia intermitente con la que sigamos conviviendo hasta que se encuentre una vacuna o medicina efectiva. No podemos saberlo y tampoco imaginarnos esa convivencia. El futuro es siempre incierto, está en su propia naturaleza y el presente es fugaz y difícil de aprehender. La pandemia está generando un terremoto estructural en aquello que permite vivir y pensarnos en un presente que se conoce por una cotidianeidad relativamente previsible, para proyectarnos o soñar con un futuro posible de ser imaginado. La incerteza referida a cómo será el mundo, los vínculos sociales, lo que acontecerá en el terreno de la economía y de las relaciones de producción, nos desconcierta y está llevando a una interesante proliferación de debates filosóficos, políticos, económicos y de todo tipo. En cualquier caso, quizás lo único que parece visualizarse con cierta claridad es que el panorama económico mundial es crítico y que se están generando mayores niveles de pobreza y profundizando las desigualdades sociales, particularmente en América Latina. Habrá que prestar mucha atención a estas consecuencias en el devenir de los acontecimientos para resistir a la amenaza de un mundo capitalista más concentrado, más monopólico (en todos los sentidos) y con mayores niveles de desigualdad. Por ello, aún con las dificultades planteadas para pensar en el “pos”, es absolutamente necesario imaginar, tener propuestas y planificar el tiempo que viene, contemplando lo que se está realizando con un Estado más fuerte y más presente, sin perder el norte de un proyecto político que nos ofrece una alternativa crítica al neoliberalismo y que nos ha permitido ilusionarnos con un país más justo.
El campo educativo, con sus especificidades, no está exento de lo señalado en los párrafos precedentes. En Argentina, las diferentes jurisdicciones y el gobierno nacional han tenido que hacer grandes esfuerzos y actuar con rapidez para sostener el vínculo de las y los estudiantes y sus familias con la escuela, desde unos días antes que se dictaminara el aislamiento social, preventivo y obligatorio (ASPO) que fue decretado el 20 de marzo de 2020[3].
Desde el principio, la emergencia hizo visible varias de las cuestiones que constituyen temas de debate, estudio e intervención de las políticas públicas en relación con la educación escolarizada. En primer lugar, algo que fue incluso cuestionado por el último gobierno neoliberal (2015-2019)[4]: que lo que se enseña y se aprende en las instituciones educativas requiere del sostenimiento de la relación entre docentes y estudiantes, lo cual implica una especificidad del saber docente, no sólo para la transmisión de ciertos contenidos, sino también por el compromiso y la afectividad que reclama la tarea de enseñar y de aprender. Esto inevitablemente lleva a considerar las condiciones de trabajo docente como un aspecto central para desarrollar la enseñanza, que se debe revalorizar. En segundo lugar, quedó subrayada la existencia de tremendas desigualdades educativas, que la coyuntura lamentablemente profundiza. Desigualdades que se muestran en la carencia de recursos tecnológicos, en la conectividad y en los conocimientos necesarios para utilizar la tecnología, pero también en el hacinamiento en el que viven muchos/as estudiantes que complica la posibilidad de estudiar en sus hogares; en la situación alimentaria y de abrigo o calefacción en tiempos fríos; en las posibilidades de acompañamiento y de disponibilidad que los adultos del hogar puedan ofrecer, ya sea por su capital cultural o por el tiempo destinado al trabajo, etc. En tercer lugar, se puso en evidencia que la escuela es irremplazable, tanto por el calor del “cara a cara”, necesario para establecer el vínculo pedagógico, cuanto porque configura un entorno particular en donde los niños, niñas y adolescentes, pueden construir su mundo propio, por fuera de sus familias y de los mandatos sociales que podrían predestinarlos (Masschelein, J. y Simons, M 2014). Finalmente, también se puede mencionar en esta lista, que la inquietud acerca de la evaluación y la certificación de conocimiento para acreditar las diversas etapas escolares (bimestres, trimestres, años, ciclos, etc.) reavivó el debate sobre los sentidos y significaciones que tienen esas prácticas en el espacio escolar. Este listado puede ser acotado y no exhaustivo, pero muestra un panorama sobre algunos asuntos que, sin duda, ameritan atención tanto en el tiempo de la cuarentena como así también para pensar sobre la escuela en general de cara a una nueva “normalidad”, que sin saber cómo será, sospechamos que será diferente por lo cual también deberá ser diferente la respuesta que podamos dar a las problemáticas planteadas.
La evaluación educativa. Un debate persistente
La persistencia de ciertos temas en la agenda de la política educativa da cuenta de que más allá de la identificación de problemas específicos que, sin duda, merecen su abordaje, lo educativo como asunto político es una arena de negociación con una multiplicidad de actores, discursos y prácticas que expresa diferentes formas de entender lo educativo y sus prácticas; y también la sociedad que queremos construir. Como afirma Paulo Freire (1993), la educación es un acto o quehacer político y, en efecto, no existe la educación neutra; sus acciones, sus métodos, sus objetivos siempre obedecen a una visión del ser humano y a un tipo de sociedad por la cual se trabaja. Y esto vale tanto para las/os diseñadoras/es y decisores, como para los colectivos que hacen que las cosas sucedan en las escuelas (directivos, docentes, no docentes), para las familias y para niñas/os y jóvenes. Pensar en la educación nos ubica en un espacio ideológico en relación con el mundo que imaginamos y deseamos.
Empiezo el apartado con este primer párrafo porque quiero ser insistente en colocar la cuestión política cada vez que desarrollamos nuestras reflexiones sobre la educación, y más aún en momentos como el actual, que el mundo se ha trastocado y muchas/os tenemos la sensación de movernos en un terreno difuso, entre un realismo pesimista y las ilusiones o esperanzas de un cambio de sentido a partir de la crisis que se está evidenciando en el mundo entero a partir del COVID-19.
La evaluación es uno de esos temas que, a partir de su instalación en la agenda pública, ha logrado una centralidad privilegiada, tanto a niveles nacionales como internacionales, atravesando a todos los gobiernos, no sólo por la importancia que pueda tener en la cuestión pedagógica, sino también porque se ha ido configurando como un asunto nodal en el debate de posiciones antagónicas que disputan desde diferentes modelos educativos y de sociedad. Modelos que, entre otras cuestiones, ponen en juego concepciones y decisiones en torno al lugar que debe ocupar el Estado en la regulación e intervención de la vida de las sociedades.
Las consideraciones sobre la evaluación se han desplegado en un amplio campo de discusión que abarca tanto lo relativo a los procesos de enseñar y aprender en el interior de las aulas y escuelas con estudiantes, docentes y directivos, los requerimientos para la acreditación de saberes, lo que hacen las y los docentes, las dinámicas institucionales, los programas y proyectos educativos, como los asuntos vinculados con las pruebas estandarizadas nacionales e internacionales, las cuales han consolidado la asociación de la evaluación con la calidad. Por esta diversidad y amplitud, resultaría simplista y esquemático hacer generalizaciones sobre “la evaluación” que aplique, sin distinción, a todas las situaciones en las que se la menciona. No obstante, es posible reconocer algunos rasgos diferenciales de las concepciones en pugna, tanto en los discursos como en las prácticas de evaluación en los diferentes ámbitos de aplicación. Esto no significa que las prácticas de evaluación en el interior de las instituciones educativas se vean espejadas en ciertos modelos de manera taxativa, por el contrario, en la vida escolar es muy frecuente que nos encontremos con la coexistencia de argumentaciones y formas de hacer, incluso contrapuestas; y no sólo en lo que a evaluación respecta.
Hace unos años, con referencia a las diferentes dimensiones o escalas para el análisis sobre la evaluación, escribí el siguiente párrafo:
Aunque claramente correspondan a dos dimensiones y escalas de análisis que a la vez implican diferentes tipos y niveles de acción e intervención; sin embargo comparten un campo de disputa ideológico, político y pedagógico sobre la evaluación que supone diferentes posicionamientos y enfoques respecto de la educación escolarizada, de la enseñanza y el aprendizaje, de la formación de docentes, de la producción de conocimiento pedagógico, del sentido, orientación y utilidad de la información, de la participación, de la inclusión/exclusión, etc. (Sverdlick, 2012, p. 150)
Es decir que la evaluación debe pensarse como un concepto y una práctica que forma parte de campos complejos, por lo cual su sentido se articula a otros conceptos que integran esa complejidad. Por ejemplo, cuando nos referimos al aula, no se puede definir a la evaluación educativa sin tener en cuenta cómo se considera el proceso de enseñar y aprender que integra a la evaluación o incluso sin tener en cuenta cuál es la idea de educación, o de la función educativa de la escuela, que está tallando en las definiciones. Plantear un debate sobre la evaluación recortada en sí misma, aislada de los procesos en los que se desarrolla y que integra, supone posicionar a la evaluación como una herramienta o técnica, que, por ser tal, estaría investida de supuesta “objetividad” y “neutralidad”. La operación de validar a la evaluación como una técnica “objetiva” que puede ser perfectible para “medir cada vez mejor” y a la calidad como el universal neutro a ser alcanzado, es un posicionamiento político que oculta su contenido ideológico a través de plantear como incuestionable el valor de verdad que le otorgaría la neutralidad de un conocimiento social pretendidamente objetivo.
Por lo que vengo argumentando, y antes de pasar a la reflexión sobre la evaluación educativa en este presente de emergencia sanitaria y sobre el “pos”, me parece importante reseñar, de manera sintética las concepciones sobre las que estoy haciendo referencia, ya que siguen vigentes y en la disputa, la posición hegemónica que el neoliberalismo ha instalado resulta difícil de desarmar.
En el nivel de las políticas públicas en educación, la evaluación ingresó fuerte en Argentina a partir de la reforma neoliberal de la década de los noventa. En 1993 se incorporó la cuestión a la legislación nacional con la sanción de la Ley Federal de Educación (LFE) n.º 24.195, la cual sentó las bases legales para la creación del Sistema Nacional de Evaluación de la Calidad (SINEC) y dejó establecido el vínculo entre la calidad educativa y la evaluación. En el TÍTULO IX “De la calidad de la educación y su evaluación” se desarrollan tres artículos que introducen la posición neoliberal y tecnocrática dominante. En ellos se menciona que se debe garantizar la calidad de la formación impartida mediante la evaluación permanente del sistema educativo, que se deberán “desarrollar las investigaciones pertinentes por medio de técnicas objetivas aceptadas y actualizadas” y que cada jurisdicción evaluará periódicamente la calidad y el funcionamiento del sistema educativo[5].
Se podría decir que la asunción por parte del Estado de este asunto fue un punto de inflexión en un proceso que poco a poco fue naturalizando las evaluaciones internas y externas como una parte constitutiva de nuestra cotidianeidad escolar y educativa, a la par que fue consolidando la noción de calidad educativa como concepto universal que esquiva una definición sustantiva o acuerdo político sobre esa categoría y sobre lo que hay que mejorar. La operación de vinculación entre “calidad” y “evaluación”, por la cual la evaluación sirve para la mejora de una calidad educativa que se expresa en los términos económicos de eficacia, eficiencia y productividad se fue generalizando. A partir de entonces, la referencia a la calidad educativa y a la evaluación, como el instrumento todopoderoso para su medición y corrección, emerge como una panacea argumentativa y legitimadora de las políticas implementadas durante los gobiernos neoliberales fundados en lógicas individualistas, meritocráticas y mercantiles (Bracchi y Sverdlick, en prensa).
Con el avance del neoliberalismo, la construcción mercantilista, productivista y meritocrática de la evaluación como medida, control y selección fue profundizándose y ganando terreno, apelando a falsos discursos democratizadores, que logran, como las fake news, calar hondo en la conciencia de la ciudadanía. Se ha logrado instalar en la ciudadanía una actitud favorable hacia las evaluaciones “objetivas” “neutrales”, que nos dicen la “verdad” de lo que ocurre en nuestras escuelas y con nuestros niños, niñas y adolescentes, e incluso con la docencia. Con este logro, cualquier dato que se presente como resultado de la aplicación de pruebas estandarizadas, se invisten de un valor de verdad que podría habilitar la aplicación de políticas como si fueran medidas neutrales, inevitables para mejorar la educación.
A tal punto se ha instalado la propuesta mercantil de cuantificar los aprendizajes para informar a la ciudadanía sobre el lugar en el ranking en que nos encontramos, que resulta políticamente incómodo ubicarse en un territorio de disputa con propuestas evaluativas que resultarían más afines a una concepción basada en el derecho a la educación y a la batalla que es necesario seguir dando contra la desigualdad. Para la perspectiva meritocrática que se centra en la valoración del esfuerzo y el mérito, la evaluación cumple la función de seleccionar y clasificar a los y las estudiantes que fracasan y a quienes son exitosos y responsabiliza a las y los docentes por todos los males de la educación. La evaluación en esta concepción cobra una relevancia instrumental, utilitaria: para medir calidad y se separa de los procesos de enseñar y aprender, cuando se trata de la escuela. Por otra parte, la lógica mercantil pervierte el sentido de la educación como derecho al priorizar la formación para un mercado inestable y cambiante, no sólo en el terreno hipotético de las necesidades de mano de obra de una sociedad, sino también en relación con la concepción del trabajo. En la lógica neoliberal, el trabajo no constituye un derecho sino algo que se obtiene y gana en relación con la ecuación oportunidades + reglas del mercado + meritocracia y la educación ciudadana remite a la tradicional idea de un ciudadano que “vota bien” y se comporta “correctamente”, un/a ciudadano/a disciplinado/a (Bracchi y Sverdlick, en prensa).
Contrariamente con la postura construida por el neoliberalismo, desde el enfoque de derecho se considera, en primer lugar, que la educación pública es la garantía del derecho, así como la gratuidad en todos los niveles. El derecho a la educación incluye o se define (si se quiere), al decir de Charlot (2008):
[…] como el derecho a la apropiación (construcción y reconstrucción) de saberes, “de los saberes que tienen sentido y no de simples competencias rentables a corto plazo”, al derecho a la actividad intelectual, a la expresión, a la imaginación y al arte, al dominio del cuerpo, a la comprensión del medio natural y social, al derecho a las referencias que permiten construir relaciones con el mundo, con los otros y consigo mismo. (p. 153)
En este marco de derecho, se incluye la noción de calidad, pero no debemos dejar que nos la sustraigan y la reduzcan a la excelencia y a la medición por medio de pruebas, como si la definición de “calidad educativa” fuera sólo una, incuestionable y medible con la evaluación. Hace un tiempo escribí que el sentido y contenido de la calidad de algo es otorgado por un acuerdo entre diversos actores sociales, quienes buscan establecer los criterios o rasgos de valor sobre aquella cosa, en un tiempo, espacio y condiciones dadas. Por ello, la calidad educativa puede interpretarse a partir de indicadores de fracaso escolar, o del rendimiento en pruebas internacionales, pero también, desde enfoques contrapuestos, como la capacidad de las instituciones escolares para responder a las necesidades que tiene su alumnado para desenvolverse en la vida respetando mundos diversos que dialogan y construyen saberes colectivos (Sverdlick, 2012). Lejos de plantear a la calidad como un valor universal, vengo sosteniendo su carácter de construcción social:
En tanto construcción social contingente, se enmarca en una perspectiva, en una manera de interpretar, pensar y proyectar la vida social, por lo cual no es unívoca. Será siempre un asunto de tensión y controversias, un campo de disputa entre grupos con diferentes intereses, tanto sea por parte de colectivos con posiciones políticas divergentes y/o antagónicas que pugnan por modelos sociales distintos, como por parte de pequeños grupos que reivindican ciertos y particulares valores. Diferentes valores y posicionamientos que se expresan en opciones educativas, “tributarias de ideologías sociales, políticas y educativas que marcan los valores y criterios desde los que se establece que se entiende por calidad. (Escudero, 1999) (Sverdlick, 2012, p. 41)
Desde mi punto de vista, la calidad de la educación debe estar asociada hoy al cumplimiento efectivo del derecho a la educación. Por lo cual, hablar de calidad debe tener incorporada la noción de inclusión educativa y de justicia social.
La evaluación, en este marco de sentido, se entiende como la formulación de un juicio sobre el valor educativo de un programa o política, del currículum, de una escuela, de un proyecto, de un libro de texto, de las y los alumnos y docentes, lo cual supone interrogarnos sobre el valor educativo que una realidad posee o desarrolla. El juicio de valor es, a su vez, una construcción orientada por la argumentación, análisis y sentidos compartidos sobre las circunstancias, los problemas o los logros de aquello que se evalúa. Se trata de procesos de valoración en tanto construcciones colectivas en las cuales los diversos puntos de vista se ponen en juego en la reflexión, en un diálogo que conduce al aprendizaje colectivo y a la capacidad y responsabilidad de cambiar y tomar decisiones sobre la realidad inmediata (Angulo Rasco, F., Contreras Domingo, J. y Santos Guerra, M.A., 1991). Desde esta posición se entiende que el valor pedagógico de las prácticas evaluativas asienta en su integración en los procesos de enseñar y de aprender cuando se trata del aula y en la construcción de valoraciones colectivas de retroalimentación sobre los quehaceres específicos cuando se trata de políticas, programas, proyectos, condiciones de trabajo docente, etc. Se puede agregar que la evaluación es una práctica pedagógica y, como tal, es un proceso de construcción de conocimiento; es un proceso educativo. Justamente una de las operaciones que realiza la propuesta tecnocrática es la de quitarle el carácter educativo a la evaluación y otorgarle el poder de “control de gestión” (evaluación para la toma de decisiones, para la eficiencia, etc.). Con mucha claridad lo expresa Félix Angulo Rasco (1990) en la siguiente cita:
La evaluación es un proceso de aprendizaje, en tanto resultado del conocimiento y en tanto resultado de la argumentación y reflexión sobre dicho conocimiento para formular un juicio. Vista de esta manera, la evaluación es una plataforma rica y prometedora para desarrollar la capacidad de conocer, de interrogar, de interpretar y representarnos la realidad, pero también para reflexionando sobre la realidad, desarrollar nuestro juicio ‘profesional’ y ‘experiencial’ sobre las realidades y ambientes educativos en los que estamos implicados, y actuar sobre ellos. La evaluación es, por ello, un acto creativo que puede renovar la acción por su conocimiento y por el desarrollo y el compromiso ‘moral’ que el juicio sobre la misma exige. Esto es, inevitablemente, un proceso político en sí mismo. (p. 121)
Por último, hay que señalar que los criterios de evaluación resultan de decisiones pedagógicas, vinculadas a definiciones sobre la educación, la escuela y el conocimiento, por lo cual se entiende a la evaluación como una práctica política, que no es neutral, ni objetiva; no es universal ni está despojada de valor.
La evaluación en cuarentena
Al mirar la escuela, podemos afirmar que la evaluación es una práctica habitual de retroalimentación que tiene lugar de manera informal y permanente, y que, para el requerimiento de formalizarse a los efectos de la certificación, busca ser plasmada en algún tipo de traducción estandarizada, como la tradicional escala numérica o las menos tradicionales escalas ordinales, hoy difundidas como rúbricas[6]. Si bien existen consideraciones valorativas por parte de las familias y estudiantes hacia docentes y directivos, como de supervisores, directivos y docentes entre sí, e incluso se ha promovido desde hace tiempo la autoevaluación institucional para valorar colectivamente lo que se hace en las escuelas, la práctica evaluativa más reconocida, visible o esperable, es la que ocurre en forma jerárquica, de “arriba hacia abajo”, en la jerga del sistema, y que utiliza algún dispositivo para traducirla en una calificación, ya que es la que genera consecuencias esperables para quien es “evaluado”: la aprobación de una etapa, la promoción, puntaje docente, etc. Es decir, se podría hipotetizar que actualmente hay bastante consenso a la hora de diferenciar la evaluación de la calificación y que incluso el concepto de evaluación formativa[7] ha permeado en el profesorado de manera bastante generalizada, sin embargo, la calificación sigue protagonizando la lógica evaluativa en el sistema, invisibilizando o dejando sin efecto a los procesos valorativos más complejos y ricos sobre los aprendizajes en el aula o sobre las dinámicas institucionales. En esta diferenciación también se reconoce que la nota juega un papel central, que nada tiene que ver con los procesos evaluativos, cuando es utilizada en su función disciplinadora, de negociación y de afirmación de autoridad (Jackson, Ph. W. 1968). Si pudiéramos dejar por un momento entre paréntesis esta última cuestión habitual y cotidiana, podríamos decir que en la pretensión de traducir lo valorativo a una calificación, el profesorado manifiesta al menos dos preocupaciones: una referida a qué contenidos seleccionar para el examen ya que eso condiciona a los estudiantes, que estudiarán para la prueba y otra en relación con la construcción de dispositivos de calificación que les permitan “ser lo más objetivos posible” a la hora de corregir y poner la nota. Aunque sea contradictorio, esta última preocupación está muy extendida, aún cuando las y los docentes puedan reconocer el carácter subjetivo de las prácticas pedagógicas y la importancia central del vínculo afectivo en el logro de los aprendizajes. A la hora de poner la nota y aunque se advierta la contradicción, se insiste con “tratar de ser lo más objetivo posible” para que las calificaciones reflejen criterios de justicia (supuestamente neutrales y objetivos) que los resguarden de sus propias dudas en decisiones difíciles y también de confrontaciones y/o cuestionamientos a su autoridad. Quizás en este punto lo que se asume como un enfoque referido a la evaluación formativa parece desdibujarse y subsumirse en algún tipo de escala para poder llegar a la nota; requerimiento para cerrar un bimestre, trimestre, cuatrimestre o definir la promoción. Lo formativo en un proceso de evaluación no deviene de la información que resulta de tomar una prueba con una nota o de aplicar una rúbrica, como si se tratara de una toma de conciencia de lo que falta, o de clarificar hacia dónde reorientar la tarea; más bien las escalas que definen los dispositivos de evaluación producen los efectos secundarios de reducir el mundo del conocimiento a aquello que es posible y fácil de medir. Lo formativo debería anclar en un proceso de construcción de conocimiento colectivo que permita comprender las maneras en que las y los estudiantes resuelven las situaciones que se plantean, las razones por las cuales se cometen errores o se logran construir nuevos saberes por caminos insospechados, etc. Al parecer, las tensiones entre la evaluación formativa y la necesidad de calificar no están zanjadas en la escuela, así como tampoco las que se producen entre la promoción del trabajo colectivo, colaborativo y solidario que luego se evalúa individualmente, volcando la balanza hacia concepciones competitivas y meritocráticas, cuando no a falsear la conducta al decir de Jackson (1968).
El panorama en torno de la evaluación en el aula y en la escuela resulta complejo y sin duda nada lineal. Plagado de tensiones y contradicciones en la convivencia de lógicas democráticas e inclusivas con las meritocráticas y selectivas, de enfoques tecnocráticos con posturas político-pedagógicas, de propuestas formativas con exigencias calificadoras y de un sinnúmero de otros aspectos que pueden ser sostenidos acríticamente por personas y colectivos.
¿Qué está pasando con estas prácticas necesarias, contradictorias, provisorias y cotidianas para el funcionamiento del sistema educativo en tiempos de la suspensión de la presencialidad? ¿Qué desafíos se plantean respecto de la evaluación pensando en el regreso a las aulas y para habilitar la continuidad de las trayectorias educativas de las y los estudiantes? Estos interrogantes están vigentes y a esta altura de los acontecimientos son disparadores para la reflexión y, ojalá, para la construcción de nuevas estrategias que hagan posible superar las contradicciones en pos de procesos evaluativos efectivamente formativos y democráticos.
Ante la rápida circulación del COVID-19, el gobierno suspendió las clases presenciales más tempranamente que la implementación del ASPO en todo el país. Con la interrupción de la presencialidad, apenas a pocos días de haber iniciado el ciclo escolar, el sistema educativo se vio, sin duda, interpelado y tuvo que generar respuestas a gran velocidad para sostener y acompañar al estudiantado. Tanto a nivel nacional como jurisdiccional se han realizado importantes esfuerzos en pensar, diseñar y producir materiales y propuestas de enseñanza, tanto para generar situaciones de aprendizaje como para sostener los vínculos con las familias y estudiantes a lo largo de estos primeros meses. Como se mencionó con anterioridad, la virtualidad en la enseñanza, como la única forma posible en tiempos de cuarentena, no sólo ha dejado al descubierto las desigualdades, sino que también las profundiza. Esta realidad es asumida por el gobierno nacional y algunos gobiernos provinciales como una preocupación que duele y que resulta difícil de resolver a corto plazo, sobre todo después de varios años de desfinanciamiento estatal. En este contexto, la cuestión de la evaluación, que emergió como pregunta relacionada con la certificación para acreditar las etapas escolares promediando el segundo mes de las clases en cuarentena, tuvo una rápida respuesta. Tanto a nivel nacional como jurisdiccional, la decisión de evaluar y no calificar fue generalizada, por cuanto se consideró que eso no haría más que profundizar las desigualdades, particularmente por la situación de muchos/as estudiantes en relación con la conectividad, el acceso a recursos tecnológicos y a los saberes para operar con ellos, amén de las diferencias en relación con los hogares y la disponibilidad de acompañamiento para realizar las tareas. Así las cosas, la evaluación con fines de calificación quedó en cuarentena porque la situación de emergencia ha suspendido, en gran medida, lo que se espera de ella en términos de sus consecuencias prácticas para definir las trayectorias de las y los estudiantes.
La evaluación formativa se está proponiendo en los documentos ministeriales como la estrategia valorativa que es necesario llevar a cabo y, esta vez, sin la necesidad de volcarla inmediatamente en una calificación. Esta decisión, además de responder a lo antes señalado, se fundamenta explícitamente en la relación inescindible de la evaluación con el proceso de enseñar y aprender. Las formas de evaluación están íntimamente imbricadas con la enseñanza. Esto está quedando evidenciado ahora que enseñar con estrategias diferentes modifica también las formas de evaluar y las preocupaciones en torno de la evaluación. En tanto que la cuestión de la enseñanza para la virtualidad o para la educación a distancia ha tenido que pensarse y proponerse con una lógica y organización diferente a la presencialidad, esto interpela, sin duda, a los procesos de evaluación. Para ilustrar lo que se está diciendo, vale el ejemplo de cómo se expresa en uno de los documentos base de la provincia de Buenos Aires (2020):
La propia contingencia nos desafía a una permanente revisión de la enseñanza y el aprendizaje, nos convoca a analizar los procesos que vamos construyendo, a definir condiciones nuevas para que no haya sobrecarga de tareas para nadie y a tomar decisiones que le den forma a este ciclo lectivo sin perder de vista los horizontes de igualdad, democracia y calidad de nuestro sistema educativo provincial […] Evaluar nos tiene que permitir fortalecer las decisiones pedagógicas y didácticas adoptadas para mejorar las trayectorias educativas de los y las estudiantes. En este sentido, es clave que este proceso, en tanto parte de la enseñanza, siga sucediendo ya que nos brinda elementos para aprender y conocer con mayor profundidad lo que estamos logrando realizar desde el sistema educativo provincial en este momento inédito. (p. 2)
En la virtualización del vínculo entre docentes y estudiantes, y ante la decisión gubernamental de no calificar, el aspecto disciplinador de la nota ha quedado sin efecto, por el momento, y las propuestas evaluativas promueven una mirada que contemple diferentes aspectos considerados centrales para la educación en esta emergencia como el lazo con la escuela, el acceso a las propuestas de enseñanza, la resolución de actividades, la posibilidad de acceder o profundizar en el conocimiento, el compartir las tareas/actividades con sus compañeros/as, etc. (Documento base Enseñanza y evaluación, 2020). No obstante, el tema de certificar las etapas para la promoción genera bastante ansiedad en familias, docentes y directivos y quizás por ello, se esté produciendo una tensión entre las opciones más formativas para evaluar el trabajo que se está realizando y la vigencia de formas de estandarizar o hacer escalas que en un futuro próximo permitan la traducción en una calificación. La tendencia a establecer criterios de evaluación sobre la base del cumplimiento de tal o cual objetivo, o de tal o cual requerimiento, parece difícil de abandonar, lo cual resulta preocupante y ameritaría insistir en un cambio profundo en la posición de la evaluación.
Si la cuarentena es un tiempo que puede aprovecharse para repensarnos, la metáfora sirve tanto para la educación como para la evaluación. Podríamos asumir este tiempo para un replanteo sobre tópicos ya conocidos, aunque difícilmente abordables en las prácticas como, por ejemplo, la dificultad de resolver las contradicciones que emergen de procesos de evaluación complejos y democráticos que luego queden reducidos a los requerimientos formales de la acreditación.
Se podría pensar a la evaluación como una propuesta que detiene el tiempo de la enseñanza y tracciona un proceso de producción sobre la compleja trama que se genera a partir de los saberes puestos a disposición en el aula (contenidos, interacciones, contexto, etc.). Cuanto más rico sea dicho proceso, mejor será la interpelación que haga a los sujetos que están aprendiendo. Habrá que trabajar con las contradicciones que ponen en entredicho, una vez más, a la propia estructura del dispositivo escolar que encorseta a la evaluación a objetivos y contenidos formulados de manera estanca y estandarizada.
Se pueden hacer múltiples propuestas para que la evaluación cobre el sentido de valoración de lo que se hace a partir de una construcción colectiva y con la intención de monitoreo de los aprendizajes y de lo que estamos enseñando; como una tarea pedagógica intrínseca a la enseñanza que permite que las y los docentes orientemos y reorientemos lo que estamos haciendo en función del contexto y de las necesidades de los grupos, pero para que eso tome envergadura en la práctica, hay muchos otros aspectos de la gramática escolar que deberían modificarse. De otro modo seguiremos conviviendo con las tensiones y contradicciones que se nos plantean a la hora de pensar desde un enfoque que no logramos llevar a la práctica.
Se podría aprovechar algo de esta cuarentena y de lo que está movilizando para pensar el regreso a una escuela que tiene que cambiar para enfatizar los valores democráticos, solidarios, dialógicos y de justicia social. De esto se desprende un desafío imprescindible para empezar a transitar el futuro incierto de la escuela; el desafío de poner en discusión la lógica del actual sistema de acreditación y promoción que obstaculiza una propuesta evaluativa colectiva e integrada en los procesos de enseñar y de aprender (procesos que ocurren en colectivos), en el marco de repensar, también, el sistema educativo en su conjunto.
Notas
[1] El artículo fue escrito durante la primera quincena de julio de 2020, cuando los casos de COVID-19 en Argentina se encontraban en una situación de escalada permanente, particularmente en el área metropolitana (AMBA), que incluye la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y el primer cordón del conurbano bonaerense.
[2] Dra. en Pedagogía por la Universidad de Málaga. Docente e investigadora de la UNAJ. Directora de la Especialización en Docencia Universitaria UNPSJB y actualmente es directora provincial de Evaluación e Investigación en la Dirección General de Cultura y Educación del Gobierno de la provincia de Buenos Aires.
[3] El ASPO se dictaminó a nivel nacional a través del DNU n.° 297/20. Las clases fueron suspendidas unos días antes. En la semana del 16 de marzo de 2020 la provincia de Buenos Aires suspendió el dictado de clases presenciales en los todos los niveles y modalidades (Resolución Conjunta n.° 554/2020).
[4] En 2017, durante el macrismo y frente a la huelga docente de principio del ciclo lectivo, hubo un movimiento mediático que convocaba a “voluntarios” para que sustituyeran a las y los docentes en las aulas. La comunicación vía redes sociales y mucha prensa amplificando el tema fue una forma habitual del macrismo para instalar los temas en la sociedad. En ese momento se trató de demonizar a los sindicatos docentes y de sugerir en forma sutil que “cualquiera puede enseñar”.
[5] Ver los artículos 48, 49 y 50 de la LFE.
[6] Las rúbricas o matrices se configuran como guías o escalas de evaluación donde se establecen los niveles progresivos de dominio o desempeño que una persona muestra respecto de las dimensiones que se consideran centrales para el cumplimiento de los objetivos propuestos por cada área de trabajo. Aunque ofrecen más información que la escala tradicional del 1 al 10 porque se especifican los criterios para calificar (un ej. para lengua de 5to: “Demuestra estrategias para comprender lo que lee”), padece problemas similares en relación con las decisiones que se toman para poner una x en el lugar de la escala (siempre, a veces, nunca; excelente, bueno, regular; nivel básico, medio, avanzado; etc.). Finalmente, también se trata de la traducción a una escala estandarizada. Este tema puede dar para largos debates que no serán profundizados en este artículo.
[7] Según Escudero (2003), Scriven en 1967 comenzó a utilizar la expresión “evaluación formativa” para definir un tipo de evaluación al servicio de un programa en desarrollo, con el objeto de mejorarlo, como parte de la evaluación continua. A partir de allí el término se siguió acuñando y Perrenoud (2008) lo popularizó al proponer que una evaluación es formativa si se considera que contribuye a la regulación de los aprendizajes en curso.
Referencias bibliográficas
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¿Cómo citar este artículo?
Sverdlick, I. (2020). La evaluación en cuarentena. Reflexiones en un presente desconocido sobre un futuro incierto. Sociales y Virtuales, 7(7). Recuperado de http://socialesyvirtuales.web.unq.edu.ar/la-evaluacion-en-cuarentena
Ilustración de esta página: Ligorria, C. (2020). En el interior. [Grabado – Litografía s/agua]. En Sociales y Virtuales y Programa de Cultura (Coords.), exposición artística #YoMeQuedoEnCasa. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes.
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