por Pablo Benítez
Resumen
Existe una fractura —en algunos sentidos necesaria— en los diferentes pasajes que se suceden entre los distintos niveles del sistema educativo. Desde muchísimos trabajos teóricos, proyectos oficiales, institucionales, de docentes particulares, se ha intentado construir articulaciones que disminuyan el impacto negativo de esos pasos de uno a otro nivel.
Las líneas que siguen versarán en torno a la cuestión de la construcción vincular como una dimensión para explicar la desarticulación particular entre los niveles primario y secundario, y de cómo ello puede colaborar en trayectorias más felices y exitosas en la educación secundaria.
Palabras clave: articulación entre niveles, vínculo pedagógico, trayectorias educativas, profesionalización, flexibilidad en la práctica.
Algunas consideraciones
Muchos trabajos y documentos oficiales se han hecho eco de las dificultades presentes en la articulación entre los diferentes niveles del sistema de educación. El reconocimiento de esta problemática nos obliga a examinar las distintas dimensiones sobre las que es necesario reflexionar para subsanar esos quiebres que atentan contra la posibilidad de que los y las estudiantes atraviesen exitosamente sus trayectorias escolares.
“En la articulación entran en juego consideraciones político sociales que orientan lo pedagógico, y ellas habilitan en las instituciones escolares la posibilidad de revisar la visión que éstas tienen de sí mismas, de sus objetivos, su sentido y necesidades, abriendo el debate a diversos actores sociales.” (Méndez Seguí, 2007, p. 32)
En relación con el particular paso de la educación primaria a la educación secundaria es probable que la construcción de mejores posibilidades para este dependan de los educadores y las educadoras que asumen las responsabilidades pedagógicas en cada uno de estos niveles. Una doble tarea parece estar pendiente en la formación de estos actores institucionales. Por un lado, un profesionalismo académico por el que el nivel primario viene dando pelea desde hace muchos años. Por el otro, la necesidad de una formación que promueva prácticas pedagógicas más flexibles en el nivel secundario y permitan a los y las docentes reflexiones sobre la tarea que vayan más allá de las cuestiones estrictamente disciplinares.
No es el señalamiento de estas dificultades una originalidad. Como fue desarrollado por muchísimos autores, el caso argentino arrastra estas particularidades desde la génesis misma de la tarea docente y la muy diferente modalidad en las que fueron creados el oficio de maestros y maestras para el nivel primario y la profesión docente para el nivel secundario. En el primero de los campos, el carácter maternal y generalista reservaron para maestros y maestras una tarea que no debía más que reparar en los saberes básicos para la construcción de ciudadanos del flamante Estado Nación. Esa tarea, casi estrictamente moral, encontró en las analogías hogar-escuela y madre-maestra las herramientas indicadas. El segundo de los campos, el de la educación secundaria, fue reservado para los académicos y científicos de cada una de las especialidades en el surgimiento de las escuelas secundarias nacionales. Desde entonces, se vislumbró un carácter cientificista y enciclopedista que, al tiempo que otorgaba estatus académico, cercenaba la posibilidad de reflexiones didácticas y, entre ellas, las cuestiones afectivas-vinculares tan presentes en la tarea pretendidamente maternal de las maestras de educación primaria.
“… mientras el magisterio se constituyó alrededor de la delegación del objetivo de formar ciudadanos disciplinados, para los que las mujeres fueron consideradas la mano de obra más adecuada, el profesorado se constituyó alrededor de la formación de dirigentes.
(…)
En cuanto al vínculo con los conocimientos científicos, para el magisterio se planteaba “saber lo necesario” (…). En cambio, en los orígenes, los profesores gozaban de una autonomía construida en una relación más estrecha con el campo intelectual…” (Birgin, 1991, p. 20)
Ahora bien, no es posible considerar que las modalidades que asume hoy la práctica docente en el nivel secundario sea exclusivamente el resultado de estas huellas históricas; esta tarea ha sufrido muchas transformaciones desde la constitución de los profesorados terciarios hasta las sucesivas etapas de transformación que ha vivenciado el nivel en consonancia con las que sufriera el sistema educativo nacional. Sin embargo, no parece oportuno negar la pregnancia que aquella fórmula original dio a la tarea de educadores de nivel medio. Es decir, el carácter disciplinar se halla mucho más presente en el nivel secundario y desde un universo simbólico que jerarquiza y constituye status.
En muchas escuelas secundarias pueden encontrarse docentes que, interpelados desde la didáctica, defienden sus modalidades prácticas con expresiones tales como “Yo vengo a enseñar historia, lo demás no me importa” o “Yo voy y explico; si el chico no aprende no es mi problema” o “Yo soy profesora de matemática, no puedo ponerme a enseñar a leer y escribir”. Esta inflexibilidad se oye a menudo; tanto en charlas de pasillo como en jornadas de reflexión institucional. En la mayoría de los casos, la imposibilidad de reconocer un problema en ello se debe a que algunos y algunas docentes entienden que “su deber” es con la disciplina y no con el aprendizaje de sus estudiantes. Algo de ello puede explicarse por el papel que ocuparon los especialistas de las diferentes disciplinas en la construcción de los diseños curriculares. Como señala Alicia Camilloni (1997): “El campo de la didáctica es reconocido y demarcado por los didactas, pero es un campo difícilmente reconocido por otras disciplinas” (p. 22).
Buena parte de lo que aquí se expresa es el resultado de observables que, quien escribe, cosechara en la experiencia personal apenas comenzado el trayecto profesional por las aulas del nivel medio. No fue fácil adaptarse a un universo profesional bien diferente del primario (aun cuando las escuelas de nivel secundario se encontraban alojadas en edificios de viejas escuelas primarias). Hubo que aprender muchas nuevas lógicas, algunas para adoptarlas, otras para resistirlas.
Sobre la lógica que supone una exclusiva responsabilidad de los profesores y las profesoras hacia la disciplina —en detrimento de la cuestión más general de la enseñanza— surge un interrogante que, aun cuando exceda los propósitos de estas líneas y exista mucha literatura al respecto, vale la pena señalar. Parece evidente que existen —entre muchos otros— dos caminos casi antitéticos que conducen a la tarea docente.
Uno de esos senderos se encuentra dado por la afinidad con un área del conocimiento o disciplina científica. Es muy sencillo relevar estudiantes de nivel secundario que, al descubrir “facilidad” o “gusto” para con alguna disciplina, deciden continuar sus estudios superiores en profesorados de esta. Asimismo, se puede hallar en el nivel secundario muchos y muchas docentes que —habiendo alcanzado titulaciones universitarias en alguna disciplina— recurren a extender sus acreditaciones para obtener el título de profesores y profesoras, y así garantizarse un grado mayor de inserción laboral. Aunque debiera estudiarse mejor, puede suponerse que en estos casos —donde el arribo a la docencia ocurre por afinidad o cercanía académica con una disciplina— la reflexión sobre la dimensión didáctica de la tarea docente queda relegada a segundo plano. Es probable, de todos modos, que muchos y muchas docentes encuentren, en el transcurrir de la tarea, el placer por desarrollar intervenciones que construyan escenarios posibles para el aprendizaje.
No podríamos continuar sin hacer una salvedad. Lo antes dicho no supone, en modo alguno, que la totalidad de quienes asumen la tarea docente en el nivel primario (o el inicial, incluso) lo hacen desde aquello que el sentido común llama vocación de servicio (vocación docente, en este caso). Sí podríamos hipotetizar que existe una relación entre optar por la tarea docente con este propósito o vocación y la posibilidad de hallar en aquellos sujetos una mayor predisposición para la reflexión sobre la práctica de la que se encuentra en quienes han llegado a la tarea por exclusiva afinidad con la disciplina o área del saber que representan. Es decir, es probable que quienes se sumen a la profesión docente desde una preocupación por la enseñanza tienen más chances de reflexionar su propia práctica en clave didáctica que quienes se acercan a la profesión por afinidad con alguna ciencia específica u otras motivaciones.
Con todo, por unas u otras cuestiones —e incluso por las que no son mencionadas en este trabajo—, algunos y algunas quienes hemos desempeñado la tarea de enseñar tanto en el nivel primario como en el nivel secundario, nos permitimos considerar que en la educación media se encuentran arraigadas prácticas de enseñanza bastante menos flexibles que en los niveles que la anteceden. Más aún, hasta podría aventurarse que la misma relación se halla entre el nivel inicial y el primario, siendo el primero mucho más flexible a la reflexión y la transformación de sus prácticas de lo que es el segundo; pero esto podría ser buen disparador para otro análisis.
Tal rigidez puede observarse a partir de un conjunto de dimensiones. No obstante, estas líneas se proponen hacer eje en la cuestión del contrato pedagógico y, específicamente, en la cuestión de los vínculos interpersonales que ello supone. De nuevo, las modalidades que estos contratos y vínculos asumen son bien diferentes en el nivel secundario de lo que se vivencia en el nivel primario; y ello puede —como advertimos— explicar parte de la fractura entre uno y otro nivel.
El nivel primario, por su construcción histórica (como ya señalamos), por la cantidad de horas que conviven en tarea docentes y estudiantes, por la cercanía con las familias de los y las estudiantes y con otras instituciones de la comunidad debido al tipo de organización escolar, suele/puede generar vínculos muy cercanos entre estudiantes y docentes. En el nivel medio estas condiciones se ven alteradas de modo que muchas modalidades distancian a los sujetos más que promover sus contactos: la cantidad de horas que un o una docente posee en cada institución en la que trabaja, los pocos encuentros semanales que estos y estas tienen con los grupos de estudiantes, las pocas reuniones con las familias en las que los y las docentes participan, etc.
Es por ello que entendemos que podría considerarse la necesidad de promover escenarios de reflexión en los que quienes ejercen la práctica puedan evidenciar la riqueza de la construcción de vínculos fuertes y afectivos con sus estudiantes en pos de propiciar trayectos exitosos de los contratos pedagógicos que promuevan con ellos y ellas.
La propia experiencia
Sobre este punto es en el que quisiera anclar las consideraciones más importantes y ello en función de observaciones que me ofreciera la propia experiencia.
El pasaje de la educación primaria a la secundaria en mi propia práctica pedagógica fue también para mí un quiebre por muchas razones. Una de ellas fue el señalamiento de varios colegas y autoridades —en clave de recomendación— para que el tratamiento que dispensaba a mis estudiantes fuera más distante, “menos cariñoso”. Incluso, algunos y algunas de esos y esas colegas hacían referencia a que mis modos de vincularme con las y las estudiantes eran resultado de mi experiencia como docente del nivel primario. Muchas veces he escuchado la recomendación de acomodar estos modos vinculares al nuevo nivel: “Sos demasiado cariñoso; poné más distancia…”. Recomendación que desestimé rápidamente.
Al igual que como había decidido hacerlo en el ejercicio de la tarea como maestro, opté por desempeñar la actividad como profesor en el nivel secundario en escuelas de barrios populares. En estos ámbitos laborales es donde siempre creí que la educación observa mayores deudas y donde la reflexión activa y crítica de la propia práctica es convidada constantemente por las innumerables dificultades que enfrenta la tarea de enseñar.
En estas comunidades, donde los derechos de los y las estudiantes (como los de sus familias) han sido tan vulnerados, las condiciones de convivencia escolar suelen ser algo más difíciles que en otras instituciones con mayores niveles de represión simbólica —individual y social—. Podríamos señalar —pero sin detenernos en esto— que ello se corresponde a un grado menor de institucionalización por pertenecer a sectores generalmente excluidos de circuitos económicos, culturales, etc. Estas particularidades suelen reflejar dificultades para construir condiciones de convivencia escolar aceptables y, por ende, representan obstáculos para la construcción de contratos pedagógicos durables.
Con el tiempo de trabajo en el nivel medio comencé a observar que aquella modalidad de vínculos que otros y otras tachaban de “primarizado”, conseguía mejores resultados a la hora de establecer contratos pedagógicos de lo que obtenía la distancia “inmunológica” que me proponían otros y otras colegas. Comenzó a resultar evidente, al menos para mí, que cuando se establecen vínculos interpersonales en los que media la afectividad y la confianza, los contratos pedagógicos suelen/pueden ser más duraderos, más potentes, más efectivos; y que en el nivel de educación secundaria este tipo de vínculos son menos frecuentes y hasta más resistidos. Es decir, parecía reconocer —aunque ello suene a despropósito o a arrogancia— que “Lo que faltaba” en muchos y muchas colegas, del nivel secundario, era una reflexión sobre la construcción de vínculos con sus estudiantes.
Sobre ello he tejido algunas hipótesis a partir de esfuerzos por desnaturalizar mi propia práctica y el intento de deconstruir algunas de sus dimensiones.
En primer lugar, creo haber comprendido que la promoción de lazos afectivos potencia el vínculo entre docente y estudiante, al tiempo que no licua la posibilidad de construir autoridad del primero ante el segundo. Todo lo contrario, no se trata de una familiarización que desdibuja la asimetría necesaria para que uno se constituya en educador y el otro en estudiante, sino que se trata de un amor institucional que contiene, que señala y enseña límites, que no teme a manifestar afecto pero tampoco evade la responsabilidad de imponer negativas que colaboren en la construcción de subjetividades de aquellos para con quienes tenemos un deber ético de cuidado.
En segundo lugar, entiendo que para la construcción de estos vínculos afectivos es imperioso conocer a los y las estudiantes desde dimensiones que exceden lo estrictamente escolar, pero también darnos a conocer ante ellos. Es claro que no es posible amar aquello que se desconoce y, entonces, surge la necesidad de ofrecer espacios en los que las dinámicas pedagógicas promuevan la expresión de todos y todas quienes habitan el aula. Ello no es más que reconocer la condición ecológica del aula (Araujo, 2006), es decir, comprender que “el aula es una espacio social de comunicación e intercambio, que se configura como consecuencia de la participación activa de quienes participan en la comunicación” (p. 71). No se trata de convertir la clase en una especie de psicoterapia de grupo; se trata de devolverle a la tarea de enseñar un carácter humanizado del que jamás debió prescindir. Negar la afectividad que recorre la trama de relaciones que se teje en cualquier grupo humano —y vaya si la clase lo es— es negar su humanidad.
En tercer lugar, considero que esa construcción afectiva solo es posible en un escenario de confianza recíproca. No solo una confianza que garantice la firmeza del vínculo, es decir, una confianza que atestigüe que “aquí estaremos”; sino una confianza en la que el o la docente crean y hagan saber de las posibilidades de crecimiento personal y potencialidades para aprender que todos y todas sus estudiantes poseen; y una confianza en la que ellos y ellas reconozcan en sus docentes a los y las garantes de sus derechos como jóvenes y como estudiantes, ya que esos docentes construyen escenas didácticas donde sus estudiantes pueden apropiarse de los contenidos y las posibilidades de protagonismo en la construcción, resignificación y defensa de esos derechos.
Por último, puedo reconocerme en ese entramado de vínculos de afectividad que esbozo describir y puedo encontrar muchísimos ejemplos en los cuales esta dimensión de la práctica me ha resultado una herramienta fundamental para la construcción de contratos pedagógicos exitosos y durables, como para el abordaje de innumerables situaciones conflictivas que solo hallaron resolución en ese marco de confianza recíproca y verdadera. Y es que los lazos de afectos construyen responsabilidades ante los otros que se fundan en la identificación y el reconocimiento mutuo.
No obstante, resulta muy complejo poder deconstruir la cuestión en virtud de crear con ello saberes trasmisibles para otros y otras colegas. Más bien, las reflexiones que anteceden proponen una serie de interrogantes que solo pueden ser saldados en el intercambio con otros y otras, no para encontrar respuestas unívocas, sino para no abandonar la reflexión constante sobre la tarea de la enseñanza:
- ¿Qué cuestiones identifican el límite entre el amor filial y el amor institucional?
- ¿En qué medida el “no” debe surgir como consenso colectivo y cuándo es imperativo que lo señale el o la docente?
- ¿En qué vectores se asienta la construcción de autoridad para los y las adolescentes de nuestras actuales aulas? ¿En todas las escuelas y comunidades se da de igual modo?
- ¿Qué mecanismos operan en la construcción de la confianza recíproca mencionada más arriba? ¿Alcanza con que forme parte de nuestras convicciones o debe ser parte de nuestros proyectos de intervención didáctica? ¿De qué manera?
- ¿En qué modo debe recuperarse la condición de afectividad en la búsqueda de resolución de conflictos vinculares? ¿Son las técnicas de mediación una buena herramienta? ¿Para todos los casos?
- etc.
Con todo, si la reflexión es verdadera, la lista de interrogantes continúa en cada uno y cada una.
Referencias bibliográficas
Araujo, S. (2006). Capítulo 1: Didáctica, investigación e intervención docente. En: Docencia y Enseñanza. Una introducción a la Didáctica. Quilmes, Editorial Universidad Nacional de Quilmes.
Birgin, Alejandra. (1991). Capítulo 1: La configuración del trabajo de enseñar: de profesión libre a profesión de Estado. En: El trabajo de enseñar. Buenos Aires, Troquel.
Méndez seguí, M.F.; Córdoba, C. (2007). La articulación entre nivel inicial y primario como proyecto institucional, Kimelen grupo editor, Haedo. Páginas 32 y 107.En “Articulación: Un desafío permanente e indispensable. Documento de Trabajo” Subsecretaría de Educación – Dirección Provincial de Educación Primaria – Dirección General de Cultura y Educación de la Provincia de Buenos Aires. Recuperado de: http://servicios.abc.gov.ar/lainstitucion/sistemaeducativo/educprimaria/nivelesymodalidad/documentosdescarga/articulacion_un_desafio_permanente_e_indispensable.pdf
¿Cómo citar este artículo?
Benítez, P. (2017). Lo que faltaba. Relato de experiencia acerca de la afectividad en la construcción del vínculo pedagógico. Sociales y Virtuales, 4(4). Recuperado de <http://socialesyvirtuales.web.unq.edu.ar/lo-que-faltaba/>
Ilustración de esta página: Ortiz, Carolina (2017). Abrazo en abundancia (fragmento). https://www.facebook.com/CaroOrtiz1970/.