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Reseña del libro «Mientras la ciudad duerme. Pistoleros, policías y periodistas en Buenos Aires, 1920-1945» de Lila Caimari (2012)

Por Nancy Dramasco dramasco

 

Los trabajos historiográficos tradicionales basaron su atención,  en lo que respecta al ordenamiento jurídico-institucional latinoamericano, en el desordenado pasaje entre una institucionalidad cimentada en tres siglos de colonialismo formal hacia una estructuración institucional moderna, contemplando, sobre todo, la conformación legal del Estado prerrevolucionario y posrevolucionario. El desorden fue observado en las pujas de poder entre los diferentes estratos jurídico-políticos y jurídico-regionales, cuyo análisis dejó por sentado la casi uniformidad del desarrollo del proceso en el continente iberoamericano. Según Darío Barriera (2010), entendiendo que el objeto de estudio de la historia político-institucional fue la conformación y el afianzamiento del Estado después del proceso revolucionario (o, en gran cantidad de trabajos, durante el período colonial), la conclusión que los historiadores tradicionales hacían de la historia colonial latinoamericana arrojaba un panorama cuasi pasivo y homogéneo del continente. América fue el receptor de instituciones políticas, administrativas y judiciales, cuyo orden se vio convulsionado por las pasiones revolucionarias de principios del siglo XIX. Y las respuestas que este tipo de historiografía pudo brindar a la explicación del caos posrevolucionario las encontraron en el mismo proceso de revolución, determinando  que los ardores revolucionarios eran seguidos de un período de “anarquía”, guerras civiles y desintegración, liderados por “caudillos” regionales (Barriera, 2010).

Este tipo de enfoques historiográficos no contemplaban la naturaleza real de las instituciones, ni su rol, ni su importancia, ni la representación imaginaria que hacían sus “súbditos” sobre ellas; no analizaban los efectos que las leyes tenían sobre la sociedad o el uso que esta hacía de aquellas, sino que centraba su comprensión en la letra de la ley, en el “qué” y el “cómo” y no en el “para qué”. De este modo, las leyes y las instituciones político-administrativas de la época demostraban las formas en que los Estados arbitraban las medidas de control y adoctrinamiento de la población y era ese conjunto normativo el que fijaba las formas de conducta, establecía el ordenamiento moral, lo justo y el castigo medido según el tipo de delito y la casta social. Lo que quedaba por fuera de toda interpretación era la relación entre el emisor de justicia y el receptor. O, más aún, quedaban fuera del espectro de análisis las diversas formas de uso, aprehensión y/o manipulación que de las leyes o la justicia hacían. Si el énfasis estuvo dado en la conflictividad en la interacción o jerarquización de la nueva administración de justicia, en el período posrevolucionario, también quedó vedado a la estructura analítica el hecho de que los subalternos siguieron siendo presa —pensado regionalmente— del mismo poder del nuevo funcionario.

Para Barriera (2010) es una tarea pendiente de la historia rioplatense analizar, por ejemplo, a los funcionarios político-judiciales de menor rango de la colonia, pues eran el nexo entre la autoridad suprema y los súbditos coloniales. A partir de esta nueva mirada se podría establecer el vínculo que los súbditos tenían para con el sistema de justicia de la época, que además se continúa en la etapa posrevolucionaria (Barriera, 2010). Por otro lado, también se reveló la errada idea de pensar el Estado como un ente autárquico, racional, cuya función única era la de diseñar y aplicar políticas concretas para una sociedad ordenada desde ese mismo Estado. Muy por el contrario, bien lo grafican Palacio y Candioti (2007), el Estado fue el escenario de la conflictividad de una sociedad en la que nada estaba consagrado per se, más bien era el espacio en el que las más variadas lógicas de poder se enfrentaban por el control, y en el que los actores encargados de ejecutar las medidas de normativización lo hacían a través de sus propias concepciones e interpretaciones de la ley.

Los historiadores sociales contemporáneos revisaron aquellas líneas de análisis y entendieron que no necesariamente es la norma la que regula las formas de una sociedad sino que dicha relación puede ser pensada o entendida a la inversa. Tampoco coinciden con la noción de homogeneidad cultural jurídica americana, por el contrario consideran que es necesario comprender los procesos evolutivos o disruptivos dentro de la especificidad de cada contexto. Visto desde esta perspectiva, la sociedad que se conformaba tras el proceso revolucionario no era tan homogéneamente pacífica ni revolucionaria como se proclamaba.

Por otra parte, el proceso democrático abierto tras el final de la última dictadura militar en Argentina, contemporáneo con procesos similares en otros países de América Latina, reveló la necesidad de revisar la importancia que la población daba a los sistemas de justicia. La denuncia sobre la violación de derechos humanos durante el proceso militar y la reivindicación de otros derechos tras la apertura jurídica, demostró la significancia que los sistemas judiciales tienen para la ciudadanía como órganos de control pero, también, de protección. Se comprueba la importancia del estudio de los procedimientos de administración de justicia porque corroboran la agencia de los sectores subalternos sobre la justicia. Sin embargo, la funcionalidad que las instituciones judiciales exhibieron frente al acervo de denuncias reflejó, en términos de Palacio y Candioti (2007), “resultados ambivalentes”. Mientras que se constituyeron en el eje normalizador de una sociedad arrasada moral, económica y jurídicamente, y presumiendo una cierta comunidad con la sociedad a través de la toma de denuncias, reclamos de derechos humanos, juicios de lesa humanidad; al tiempo, se mostraron ineficientes en el tratamiento de ciertas demandas. Para estos autores, os órganos judiciales demostraron, muchas veces, cierta parcialidad, arbitrariedad y hasta corrupción en el ejercicio de su función original. Debe comprenderse, entonces, que existía una clara relación entre política y justicia, olvidada por la historiografía anterior, y que se devela necesaria para el entendimiento del funcionamiento real del Estado jurídico en momentos históricos y contextos sociales concretos.

Una de las cuestiones más interesantes de los nuevos enfoques es la interdisciplinariedad requerida para comprender los fenómenos jurídico-sociales desde diferentes perspectivas. Interdisciplinariedad que no existía previamente o, por lo menos, no era explícita. Es decir, no existen dentro de la historiografía tradicional referencias concretas sobre la simultaneidad en el uso de herramientas teóricas, metodológicas u objetos de análisis entre diferentes disciplinas. De hecho, en lo que respecta al análisis jurídico institucional, la historia del derecho hizo por su lado, lo que la historia política hizo desde el suyo. Las experiencias historiográficas actuales (hace poco más de veinte años) permitieron que, por ejemplo, la historia social de la justicia pueda valerse de la observación de la historia política, la historia del derecho, la literatura, la antropología jurídica, la sociología, para centrarse en el examen de la relación entre los sistemas judiciales y los usos sociales de la ley, la multiplicidad de sentidos sociales arrogados a la legislación, la complejidad en su construcción y aplicación, etcétera. La historia de las instituciones políticas en el período posrevolucionario inmediato, por ejemplo, pudo concentrar su foco de exploración en la micropolítica, o sea, en el ejercicio del poder político-legal regional y/o local. En ese marco, la nueva mirada de la historia del derecho pudo reflexionar sobre la justicia como el enclave para estudiar las formas en que los gobiernos, espacio-temporalmente diferentes, se vincularon con las sociedades jerarquizadas, estratificadas, clasistas y demás.

Los textos analizados (ver referencias) dan cuenta de la importancia crucial de las nuevas fuentes de investigación. Es el caso, por ejemplo, de los archivos judiciales, cuyo uso se hizo masivo en los períodos de reconstrucción democrática, pero cuya importancia trasciende los períodos, pues dan buena cuenta del uso, abuso y la significación social de los sistemas judiciales a lo largo de la historia. A su vez, los registros periodísticos demuestran la importancia de cierto tipo de delitos y las formas de control y castigo, según las épocas de análisis; las imágenes se apoderan del relato y, a su vez, son acompañadas por este; la literatura se relaciona fuertemente con el periodismo criminalista y juntos configuran la nueva imagen del delincuente de los años 20 relacionando el aumento del delito con el aumento demográfico; los informes policiales dan cuenta de la cantidad y el tipo de delitos más frecuentes; y el cine estereotipa al delincuente según la época y el contexto social.

La historiografía social de las últimas décadas ha centrado los debates en torno a la justicia en relación con la correspondencia entre política judicial y la sociedad. Estos nuevos trabajos interpretativos concentraron su atención en la dimensión simbólica de la ley, en la pluralidad de sentidos sociales atribuidos a la norma, y en el rol estatal como garante de las esperanzas jurídicas depositadas en él. La impronta de esta nueva historiografía es lo que se conoce como una historia social “desde abajo” en contraposición a los enfoques tradicionales que hacían foco en la conformación y las prácticas institucionales como entes autárquicos, separados y por encima de toda forma de conflictividad, sin establecer el tipo de relación entre el poder hegemónico de la autoridad (sea el Estado, la ley, los sistemas judiciales o los órganos de represión) y los subalternos, o dentro de la propia institucionalidad. La interpretación que la sociedad ha hecho de los procesos políticos que dibujaron el nuevo estado de las cosas, en los significados, sensaciones, problemáticas y confrontaciones que se han generado en los sectores subordinados, permitieron una comprensión más acabada sobre la idea de que es el movimiento de la base el que genera la dinámica reorganización de la cúpula. Estos nuevos enfoques han contado con nuevas y más dinámicas herramientas. En este sentido, el diálogo interdisciplinario permitió ampliar el campo de conocimiento de todas las disciplinas involucradas así como también compartir objetos de estudio, marcos teóricos y aspectos metodológicos. De las fuentes que han permitido la renovación historiográfica, los archivos judiciales se constituyeron en referentes invalorables de información que reflejan las significaciones reales de los actores sociales, órganos de ejecución y sectores subalternos, sobre los sistemas judiciales.

Uno de los puntos que ha logrado salir de la sala de espera de aquella historiografía tradicional y que se ha constituido en el universo articulador de las investigaciones de esta nueva historiografía social-jurídica es el estudio de los sectores subalternos empleados dentro de la propia institucionalidad judicial. Aquellos funcionarios de rango menor que oficiaron de mediadores entre el Estado y la sociedad en su conjunto en los primeros años del siglo pasado, se convirtieron en el nexo inmediato entre la normatividad del Estado y una población en constante avance, ebullición y contradictoriamente moderna.

Lila Caimari es, actualmente, una de las investigadoras que ha retomado el tema de la justicia desde esta nueva base analítica. Sus trabajos se centran en cuestiones criminales desde el imaginario urbano del crimen. Doctora en Ciencias Políticas, directora de Posgrado en Historia de la Universidad de San Andrés, investigadora independiente del CONICET, la autora presenta las voces del ciudadano común en su diálogo cotidiano con el delito y deja en un segundo plano el análisis de la propia letra de la ley. Hace hincapié en las subjetividades del conjunto social —Estados, ciudadanos— con respecto al uso, significancia y prejuicios que sobre los sistemas judiciales y órganos ejecutores se hacen y se han hecho a lo largo de los dos últimos siglos pasados. Entre otras producciones, ha publicado los siguientes libros: Apenas un delincuente. Crimen, castigo y cultura en la Argentina, 1880-1949; (comp.); La ley de los profanos. Delito, justicia y cultura en Buenos Aires (1880-1940); La ciudad y el crimen. Delito y vida cotidiana en Buenos Aires, 1880-1940; y Mientras la ciudad duerme. Pistoleros, policías y periodistas en Buenos Aires (1920-1945).

Reseña

El trabajo que prosigue a continuación es una reseña, precisamente, del libro Mientras la ciudad duerme. Pistoleros, policías y periodistas en Buenos Aires (1920-1945), en el que Lila Caimari (2012) hace referencia a las nuevas fuentes y métodos de investigación y centra su mirada en las prácticas reales de la policía de principios de siglo XX. En primera instancia, resulta pertinente aclarar (tal como ella misma reconoce) que su objeto de estudio fue reemplazado tras el proceso de recolección de información en el inicio de la investigación. Su intención primera era la de explorar la historia social de las ideas punitivas de principios de siglo. En este punto, basaba su atención en los modos discursivos de finales del siglo XIX que constituían la cantera de conceptos, imágenes y metáforas de las figuras del delincuente moderno. Su objetivo era comprender la relación entre la reflexión del circuito criminológico, o sea, el basamento oficial, tradicional que describen con certeza científica los grandes casos delictivos de inicios del siglo XX, y la versión traducida por los sectores “profanos”, seculares que integran a su relato datos curiosos que no hacen al hecho en sí.  Los relatos espectaculares y cinematográficos sobresalen en los relatos periodísticos y en las fuentes policiales, se deja de lado el análisis sociológico del delincuente y se pasa a un relato activo, espectacular, incentivado posteriormente por las películas de gangsters, famosas durante los años de la ley seca de los Estados Unidos. En la nota periodística se grafica fenomenalmente la ejecución del hecho, el accionar, el armamento, la huída. Caimari se encuentra, así, con que su primer propósito de investigación es modificado radicalmente al comprobar que el órgano de control policial adquiere progresivamente una centralidad en las notas criminalísticas que la historiografía tradicional del delito no había reconocido hasta el momento. Los archivos policiales son los que mejor reproducen la cuestión del orden, demuestran más claramente la significación del orden y el “desorden” para el Estado. El basamento investigativo de la autora será, entonces, la relación que establece el Estado, a través de su órgano policial, con las nociones de orden y desorden; las significaciones sociales en cuanto al orden y a su trasgresión; y las formas en las que ese brazo armado de la justicia acciona sobre el imaginario social del delito. Pero, también, reconoce el diálogo, muchas veces poco feliz, que entabla esa policía con la ley, a favor o en contra de ella. La represión, la convivencia y la complicidad resultaron acciones cotidianas que se entrecruzaban en una Buenos Aires en plena ebullición urbanística, demográfica y multicultural, dejando totalmente en desuso el sentido organizado y pasivo de la policía como instrumento inmediato del orden.

Mientras la ciudad duerme… es un ensayo publicado en 2012 por la editorial Siglo Veintiuno Editores en Buenos Aires y está organizado de manera tal que el lector puede recorrer la importancia de los diferentes factores que hacen e hicieron de basamento para el devenir del agente policial como actor de relevancia en la Buenos Aires convulsionada de los años 20 y 30. Podemos distinguir dos secciones en el libro que están recorridas por la idea de una modernización de doble moral: positiva en cuanto al progreso material, y negativa en cuanto al alcance real y la funcionalidad que cada habitante de la ciudad hizo del proceso.

La primera de estas secciones está atravesada por la mirada periodística, entabla una clara relación entre la oferta informativa y la demanda lectora, y se encarga de caracterizar al delincuente de la época así como también a los recursos armamentísticos. Allí la autora aborda los tipos de delito y el efecto que provocan en la población, la evolución táctica tanto en las formas de cometer el delito como en la performance en la huída, la disparidad modernizadora en los recursos con respecto al órgano represor del Estado, etcétera. Caimari observa la espectacularidad del relato periodístico, la influencia cinematográfica tanto en la narración como en la imagen, y la influencia de esa información criminalística en la conciencia ciudadana. Así, nos adentra en la segunda parte del texto, en la que podemos visualizar la contraposición entre los conceptos de orden y desorden tanto para el ciudadano como para el Estado como institución de control y protección.

Primero atenderemos a las cuestiones que hacen a la idea de orden: ¿cuáles son los preceptos constitutivos del orden en una sociedad en crecimiento vertiginoso y desorganizado? ¿Sobre qué tipo de agencia social se establecerá la conciencia de lo moralmente aceptado y sobre cuáles se deberá ejecutar el peso de la ley? Entonces, podremos abordar el punto opuesto, el desorden: ¿dónde se establecerán los límites morales y regionales del delito? Por último, reflexionaremos en torno a los siguientes interrogantes: ¿Cuál es el lugar que ocupará el agente policial en el imaginario colectivo? ¿Cuál es la función real del funcionario policial como agente mediador, su evolución y su importancia definitiva en la conciencia estatal y ciudadana de la época?

Entre los años 1920 y 1930,  en el contexto de formación de una sociedad en pujante avance cualitativo (con un aumento demográfico que superaba ampliamente las proyecciones estatales), asentándose en los márgenes de los centros tradicionales de protección y conformándose un estereotipo del delincuente (relacionándolo con ideologías políticas contrarias), surgió la necesidad de la existencia de un agente policial que controlara, vigilara y custodiara el orden, la moral, y las buenas costumbres. Es decir, un agente policial que se constituyera en el brazo armado de la justicia ordinaria y fuera el reflejo cotidiano de la acción normalizadora del Estado. Para Caimari (2012) la modernización de Buenos Aires en ese período demostró la complejidad de una ciudad cuya movilidad social fue rápida pero dispar y contradictoria, signada por la evolución y el límite como compañeros contrapuestos.

La autora plantea un recorrido analítico por los singulares cambios de la época y basa su investigación en dos puntos. Primero hace hincapié en la significación social del delito y la justicia a través de la mirada periodística. Para ello recurre al análisis de las crónicas policiales publicadas en diferentes medios de comunicación, desde los diarios y periódicos más importantes de la época hasta las revistas sensacionalistas, que, a su vez, surgen a partir de la espectacularización del delito. La autora analiza el pasaje que se produce en los relatos de la anécdota a la performance. Las víctimas son ubicadas en un segundo plano y el centro del argumento es el detalle pormenorizado de la acción. De esta manera, la autora intenta demostrar hasta qué punto la misma crónica del crimen se convirtió en espectadora o denunciante, dependiendo del delito y/o de la víctima en cuestión. Cuando la odisea sucede sobre los transportes de caudales, por ejemplo, el espectador, público consumidor de las noticias, puede abstraerse de la víctima sin demasiada culpa y dejarse maravillar por la odisea de la gesta. Cuando la víctima, en cambio, adquiere fisonomía reconocible y puede familiarizarse con el entorno que consume la noticia, entonces la apelación a una justicia más dura se hace eco entre la ciudadanía lectora. Los artículos periodísticos policiales acompañaron o apuntalaron la visión de una Buenos Aires con graves problemas de inseguridad y, tal vez sin quererlo, agudizaron negativamente la modernización urbana. Mostrándose testigos oculares de los hechos narrados apoyaron la compra y venta privada de armas, sin regulación previa, aumentando desproporcionadamente la sensación de inseguridad pero, también, de seguridad personal que ello conllevaba.

Asimismo, la autora profundiza la mirada en la relación que establece el agente policial para con la ley, y ambos para con la sociedad. Sobre este segundo punto Caimari estudia los archivos policiales porteños con el objetivo de identificar los indicios de una relación problemática entre la policía y la fuerza de la ley, y entre ese brazo armado de la justicia y una sociedad que se bamboleaba entre el reconocimiento de la necesidad de una institución que asegurase el normal desarrollo de una población que se modernizaba velozmente, y que, al mismo tiempo, se mostraba reticente a aceptar una autoridad que, si bien emanaba del Estado, era representada por ciudadanos iguales o “inferiores” al conjunto urbano. El propósito que se plantea la autora —bien logrado por cierto— es demostrar en qué momento y bajo qué aspecto el agente policial se convierte en garante de la justicia, tanto para el ciudadano como para el Estado. Los archivos policiales le permiten a Caimiri recorrer el camino de institucionalización del efectivo policial como fuerza reconocida del orden; y el análisis de los edictos y las contravenciones policiales le permiten demostrar la amplia gama de funciones para la que fue pensada aquella policía de principios de siglo y, por ende, la ambivalencia en el imaginario social sobre su ocupación, incluyendo al propio agente.

El proceso modernizador que vivió Buenos Aires entre 1920 y 1930 se dio en un contexto de vulnerabilidad institucional, en la cual el avance tecnológico demostraba, a la vez, aspectos positivos y negativos que, inevitablemente, se complementaban. Que los medios de comunicación son formadores de opinión no es una cuestión actual, como bien lo demuestra el texto en análisis. La espectacularidad en el relato, durante el período estudiado, dimensiona al extremo los hechos delictivos de la época. Siguiendo el recorrido analítico que hace la autora podemos constatar que no hay relación cierta entre la realidad y la inseguridad imaginada sino que será la prensa la que gestione los caminos subjetivos de la inseguridad. Se pasó de un relato criminológico científico basado en un estudio sociológico, biológico del delincuente a un relato fantástico que buscaba deslumbrar con la narración del hecho en cuanto a su performance y no al hecho en sí. La fotografía tomó gran relevancia, ya que la imagen dejaba poco espacio para la imaginación. Se multiplicaron los fotógrafos que se dedicaban exclusivamente a la búsqueda de la instantánea, pero como era poco posible tanto agentes como extras se prestaron a la personificación del relato. Las revistas sensacionalistas terminaron haciendo apología del crimen pues ensalzaban las figuras más reconocidas del hampa, relataban con tal precisión y espectacularidad el hecho que, en algún punto, terminaron siendo atractivos en tanto objeto de emulación y admiración. Los temas del crimen y el delito pasaron a ser objeto de consumo. Aparecieron no solo en los diarios en formato de noticia sino también en las historietas, en revistas especializadas, en magazines, etcétera. Obviamente, el cine obtuvo amplia difusión y consumo, sobre todo cuando apareció el cine sonoro.

El distanciamiento emocional del lector fue interrumpido ante una nueva modalidad delictiva: el secuestro. Esta nueva forma de delinquir  puso en evidencia hasta qué punto la complicidad ciudadana, absorbida por la espectacularidad del relato, había permitido la existencia de sanciones débiles y/o la falta de estas últimas y no había reclamado concretamente por acciones más duras de la justicia. Cuando el relato del hora tras hora del secuestro mantuvo  en vilo a la población, y sobre todo cuando el desenlace fue fatal, la dureza de los petitorios se hizo más notoria. Los mismos periódicos o diarios que “sensacionalizaron” el crimen ahora abogaban fuertemente por la pena de muerte o el Código Penal riguroso. Se pasó de la ficción entretenimiento a la denuncia de la amenaza al ciudadano. Las fotografías en los diarios mostraban al delincuente apuntando directo a la cámara como si apuntara al lector. Las víctimas eran pensadas como mártires y por tanto “… Hay que dejar entrar de nuevo en el enteco sistema jurídico policial del positivismo las grandes nociones de culpa, responsabilidad, penitencia, reivindicación social, persona humana y conciencia humana. Tales son los temas del debate que en el Senado precede la aprobación del proyecto de Código Penal de 1933” (Caimari, 2012, p. 84).

Revisando los boletines de estadísticas de la Policía de Buenos Aires de aquellos años, Caimari demuestra que el número total de las víctimas que se cuentan en un período determinado de tiempo no están directamente relacionadas con el delito sino que también deben tenerse en cuenta los accidentes de tránsito. La modernización automotriz de la ciudad alcanzó, también, a aquellos grupos que actuaban por fuera de la ley. Relación que, a su vez, puede establecerse con la cantidad de armamento privado adquirido durante el período, la falta de normativa que organizase tanto el tránsito como la tenencia de armas de fuego por particulares, etcétera. Podemos encontrar, así, una de las primeras conexiones entre modernización y complejidad.

La aceleración propia de una ciudad en constante avance hizo que el agente del orden perdiera su capacidad de observación de las trasgresiones callejeras, tanto de peatones como de conductores; y que, a su vez, el poseedor del automóvil no reconociera ni respetara, o mejor, que no aceptara la autoridad que marcaba la contravención. El aumento del parque automotor y la red pavimentada de calles, rutas y caminos alternativos generaba la necesidad de ampliar el campo de vigilancia y, por ende, el campo de jurisdicción, por lo que para 1937 se elevaron proyectos de ley para la creación de una policía federal. Al año siguiente se creó la Gendarmería Nacional, pero recién en 1943 aquel proyecto de una policía nacional fue concretado, en parte por el salto cualitativo en la relación policía-ciudadanía que generó el peronismo, en parte por el crecimiento exponencial del suburbio que desdibujaba los contornos jurisdiccionales de acción de la policía de la capital.

La cuestión que se debía resolver, en primera instancia, era pautar la función real del policía, o sea, sobre qué orden debía ejercer la autoridad que le compete. Entonces Caimari (2012) resume los ámbitos de aplicación de sus funciones, básicamente, en tres grandes agrupaciones: el orden político, que se encargaba de perseguir y expulsar al anarquista-delincuente; el orden doméstico, que redactaba contravenciones por embriagues, escándalo, peleas domésticas que superaran el ruido permitido, choques y mendicidad; y el orden social, que perseguía ladrones.

La creación de instituciones especiales, leyes nacionales y provinciales, códigos penales y edictos policiales eran las formas de regulación de la actividad policial. Si bien los edictos eran los que se familiarizaban mejor con la agencia del policía, definían muy vagamente cuál era su función final. Estos escritos le daban una cierta autoridad judicial al policía de calle, pues podía decidir, por ejemplo, sobre un arresto preventivo. Es decir, le permitía ciertas atribuciones de juez, que en la práctica agilizaban el accionar, pero en lo concreto desdibujaban las fronteras de jurisdicción legal del accionar policial. Las atribuciones de allanamiento, encarcelamiento, expulsión, sobre todo a los conspiradores activistas anarquistas, etcétera (otrora funciones básicas del poder judicial) hacían del jefe de Policía un ente con poder casi autónomo. Por otra parte, como era el agente callejero el que patrullaba y convivía con la sociedad que vigilaba, conocía de antemano y profundamente las formas cotidianas de la zona que recorría y, por ende, era él quien sabía cuándo, cómo y sobre quién aplicar la fuerza de la ley.

Una cuestión a tener en cuenta es la problemática que se plantea sobre la imagen social del agente oficial, teniendo en cuenta que este no tenía una función clara ya que pasaba de lo político a lo callejero con la fluidez que el hecho y el momento ameritara. En un primer momento, la profesión del policía era considerada poco más que un rebusque laboral. Había falta de vocación, por un lado; pero, además, como no era una actividad bien pagada tampoco generaba demasiado entusiasmo el alistamiento. Sin embargo, las oscilaciones económicas que generaba el modelo agroexportador daba una cierta seguridad al que se enrolaba en la fuerza. Por otro lado, la profesionalización estatal prevista no era rigurosa y en los primeros tiempos se basaba poco más que en la alfabetización. La cuestión sobre el bajo salario o la cierta estabilidad que aseguraba el trabajo pudo ser alivianada con, por ejemplo, el sistema jubilatorio, que reconocía el riesgo de la actividad, seguros de vida para huérfanos y viudas, que coinvertía al policía caído en un mártir, etcétera. El problema era que la profesionalización excedía lo que un manual de prácticas podía establecer, y requería de reformas más profundas, de introspección institucional y personal, de un cambio radical de costumbres. El nuevo policía era, además de agente del orden, vecino del área que debía controlar y, por ende, también participaba de las agencias que debía vigilar: juego, prostitución, alcohol, etcétera. Con la intención de resolver estas problemáticas, la institución policial fomentó la integración simbólica y real del agente a la institución, a través de la lectura periódica de revistas especializadas.

En un primer momento, por los años 1920, el magazine policial apeló al sentido humorístico reflejando al agente tal cual lo veía la sociedad: un agente del orden muy vulnerable a las desprolijidades de la ciudad, muy apegado a las costumbres, o malas costumbres, ciudadanas. Entre bromas, la misma revista reconocía la desprolijidad del oficial de calle. La intención era generar en el agente el sentimiento de parte, construyendo  de a poco la integración en la gran “familia-policía” (Caimari, 2012).  Cabe reconocer que el magazine era escrito por policías que bien conocían el desarrollo de la actividad y que, por tanto, habían sido o eran parte de esas acciones. De a poco y cambiando el formato de integración, el magazine apeló al sentido de sacrificio, la idea de lo heroico de su misión, y la falta de reconocimiento de la sociedad sobre este tema. Se pasó de la misión de vigilancia al de vigilia: “mientras la ciudad duerme” el agente policial hace las rondas de vigilia, asegurando el descanso de la población en las noches de frío, lluvia, ante la desprotección que genera la oscuridad y/o la complicidad entre la oscuridad y la delincuencia, protegiendo el regreso a casa del trabajador. Esta idea de misión pastoral de protección contribuyó también al sentimiento de integración del agente a la “familia-policía” y, de a poco, modificó la visión civil sobre aquel uniformado.

Otro de los puntos conflictivos era el accionar práctico del agente de calle, ya que las disposiciones tradicionales trazaban un oficial plantado en cada esquina como señal de lugar vigilado, cuyo radio de acción no debía superar su restringido campo perceptivo, cuestión que se vuelve insostenible dado que lo que dominaba el espacio público del momento era la aceleración y el tránsito constante. Sumadas ambas cuestiones —falta de personal y dinamismo civil arrollador— la necesidad de reforma en la acción se hizo incuestionable. El observador estatal dejó, así, su puesto de faro y se convirtió en el agente patrullador; a la vez que modificó su accionar, reconvirtió su relación con la población. El policía de las calles dejó de tener contacto directo con los vecinos del barrio que cubría, pues le estaba prohibido detenerse a conversar o participar de reuniones, comidas o entablar relaciones de amistad. La distancia que se encaraba, a la larga, terminaría configurando la imagen de seguridad que se proponía. Esta movilidad policíaca también fue acompañada por la anexión de patrulleros y radios de comunicación que agilizaban la persecución y prevención del delito.

El aumento de la densidad demográfica también contribuyó a la necesidad de movilizar al policía. Hay que tener en cuenta que esa visión utópica del agente mantenedor del orden fue pensada para una urbe poco desarrollada, con un equilibrio casi perfecto entre cantidad de habitantes y número de agentes necesarios. Cuando la población aumenta y la extensión de las fronteras urbanas se desmadra, aquella relación matemática, cada diez ciudadanos un agente del orden, se convierte en mil por uno.

La movilidad también demuestra que existe una localización simbólica de los polos de la legalidad y la ilegalidad, lo seguro y lo inseguro, el orden y el desorden, lo urbano y lo suburbano. La policía urbana fue pensada, en sus orígenes, para vigilar, controlar y proteger a los ciudadanos de la capital. Los límites de esa ciudad capital no fueron marcados por un proyecto urbanístico planificado sino por el avance de la construcción de viviendas y por la fijación de puestos de vigilancia de la propia policía. A medida que el proceso de modernización iluminaba las calles de la ciudad, el avance de las fronteras urbanas se hacía incuestionable. Avanzaban las fronteras ciudadanas pues avanzaba el crecimiento de la población; avanzaba la necesidad de mayor organización y avanzaba la sensación de desorden. Los nuevos pobladores periféricos (menos avezados en las cuestiones cosmopolitas) compartían diferencias culturales que supieron fundir en una misma clase social, distanciándose en costumbres y ritmos de vida de las elites urbanas. Si bien existió una clara oposición económica y cultural entre el centro y la periferia (aunque en el centro nunca faltaron los delincuentes de guante blanco) el delito fue asociado, inmediatamente, con los sectores periféricos de la gran urbe. Los alcances de la jurisdicción policial se hicieron patentes cuando esos puestos de vigilancia primarios resultaron insuficientes, permeables y atrasados, y cuando fue visible la diferencia entre la policía de la ciudad de Buenos Aires -cerrada, rígida, distante- y la policía bonaerense, cuyos actos de corrupción y connivencia con el delito se convirtieron en el centro narrativo de los artículos periodísticos de la época. Como se dijo anteriormente, otra vez la prensa se convirtió en formadora de opinión, esta vez, construyendo una subjetiva visión sobre la policía suburbana.

Se establece la distinción clara entre el adentro y el afuera, entre lo legal y lo ilegal, entre las normas morales aceptables de una población urbana en claro ascenso económico y las licencias propias de una población atrasada, pobre y periférica. El eje del conflicto entre la policía de adentro y la policía de afuera es hasta qué punto puede o no aplicarse la normativa de la ciudad sobre los ciudadanos del afuera. Si los delitos fueron cometidos en el adentro por personas del afuera, cuál es la normativa que debe aplicarse. La creación de una Policía Federal redujo considerablemente los problemas jurisdiccionales de una fuerza que debería sostener los mismos criterios de aprensión para los mismos delitos, sea cual fuera el área de acción.

Lo que unifica la imagen del policía no es lo que este hace sino lo que puede hacer. El poder estatal de coerción que posee el agente policial lo convirtió en el único funcionario público capaz de aplicar la fuerza del Estado sobre los ciudadanos. Autonomía de discernimiento: Qué, cómo, cuándo, sobre quién se ejercerá autoridad, esa potencialidad lo convertía en una amenaza, dice Caimari (2012, p. 187) Cuando la función política, de persecución del anarquista propio de los años 20, sea propiedad de las fuerzas especiales, el agente de calle podrá concentrar su control sobre el orden domiciliario y social. Cuando la ebullición de la modernización se detenga y aletargue, la función de orden social cobrará mayor vigor. Los años peronistas reconciliarán posiciones entre el policía y el civil de las clases menos pudientes y ubicará al primero en la función de amparo y protección del segundo. La relación con el peronismo queda demostrada cuando las fuerzas policiales no detienen la marcha de la población suburbana hacia la capital para reclamar por la liberación de Perón. Esto no quita el hecho de que ciertas acciones represivas tradicionales (espionaje, detención preventiva, persecución ideológica) sigan su curso según los gobiernos de turno; pero hecha luz sobre la imagen que el peronismo logró consolidar en la sociedad y que se entronca en la propia visión que tiene de sí el grueso de las fuerzas del orden.

Mientras la ciudad duerme… es un ensayo que encaja a la perfección en la nueva corriente historiográfica, pues basa su análisis en los actores sociales olvidados de la historiografía jurídica tradicional. En una sola lectura pudimos recorrer fuentes judiciales, policiales, periodísticas y propagandísticas; pudimos revisar estilos discursivos, narrativos y analizar boletines estadísticos, sin perder el eje temporal ni espacial. En este libro la autora nos permite adentrarnos en los conflictivos años de las primeras décadas del siglo XX desde la mirada exclusiva de un agente particular cuya función —hasta nuestros días, me atrevo a decir— no está del todo reconocida. En este libro queda demostrada y ampliamente analizada la compleja relación entre delito y justicia, condensada en un proceso de modernidad cuyo carácter avasallante y dinámico impidió una planificación adecuada. De fácil y entretenida lectura, el texto nos introduce en pormenores poco conocidos y despierta interrogantes que pueden concluir en nuevas investigaciones. punto final_it8x12


bibliografia Referencias bibliográficas

Barriera, D: Justicias, jueces y culturas jurídicas en el siglo XIX rioplatense, Débats 2010, Nuevo Mundo, http://nuevomundo.revues.org/59252, (Consulta: 19 de junio de 2015).

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 ¿Cómo citar este artículo?

Dramasco, N. (2015). Reseña del libro Mientras la ciudad duerme. Pistoleros, policías y periodistas en Buenos Aires, 1920-1945 de Lila Caimari (2012). Sociales y Virtuales, 2(2). Recuperado de http://socialesyvirtuales.web.unq.edu.ar/mientras-la-ciudad-duerme-pistoleros-policias-y-periodistas-en-buenos-aires-1920-1945/

Ilustración de esta página extraída de: Caimari, L. (2012). Mientras la ciudad duerme. Pistoleros, policías y periodistas en Buenos Aires, 1920-1945. Siglo XXI Editores, Buenos Aires.

 

 

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