por Giselle Medina Ruiz[1]
Resumen
El presente trabajo tiene como eje central de análisis las funciones de la educación con relación al aparato político-administrativo a lo largo de los últimos treinta años, según las concepciones de Estado que las definieron y regularon. Para ello, se parte de una breve reseña de los inicios del Estado educador y, luego, se realiza un recorrido analítico a través de tres procesos históricos: la reforma educativa de los años noventa y la instauración del Estado neoliberal; las continuidades y rupturas de las reformas posneoliberales o posburocráticas; y, finalmente, la pluralización de los centros de regulación educativa y las nuevas tendencias privatizadoras de la educación durante el período 2016-2019.
Palabras clave: Estado, educación, ciudadanía, derecho, mercado.
Educar al ciudadano, primeras huellas del Estado educador
En el presente artículo se trabajará la relación Estado-sociedad-educación a lo largo de los últimos treinta años. En función de ello, se partirá de una breve contextualización de los inicios del Estado educador para identificar cómo desde aquellos tiempos las transformaciones en el aparato estatal, junto con sus definiciones sobre la administración y gestión de lo público y de lo educativo, han tenido una fuerte injerencia sobre las funciones económicas y políticas de la educación y, por lo tanto, han hecho educación en tanto definición del proyecto pedagógico de una época.
El surgimiento de los Estados nación en el mundo y su consolidación llevaron a la necesidad de conformar sistemas educativos nacionales capaces de potenciar dicho proceso. La educación, entonces, fue vista como la principal estrategia de integración política, promoción de la identidad nacional, cohesión social y transmisión de los valores de las clases sociales dominantes. Sin embargo, Filmus (1996) argumenta que “la marcada intervención del Estado liberal europeo en la educación fue un hecho excepcional frente al reclamo de no injerencia estatal en el desarrollo social” (p. 17), a diferencia del proceso latinoamericano, donde el protagonismo y la intervención del Estado fueron características distintivas desde sus inicios a fines del siglo xix hasta fines del siglo xx, en el marco de lo que podemos categorizar como estatismo liberal (Abdala, 2015).
García Delgado (1994), por su parte, asegura que en este período inicial “es el Estado quien asume la tarea de instaurar la sociedad moderna” (p. 29). En relación con esta afirmación, Filmus (1996) sugiere que el Estado nación argentino naciente necesitó acumular una serie de capacidades para su paulatina consolidación, entre ellas: “Capacidad de externalizar su poder, de institucionalizar su autoridad, de diferenciar su control e internalizar una identidad colectiva (Oszlak, 1978)” (p. 16). Por ello, surgió como eje transversal de su tarea política la necesidad de socializar y educar a la población en los valores propios del proceso modernizador y la unidad nacional. Así, se definió un tipo de relación entre el Estado, el sistema educativo y la sociedad que impregnó el imaginario de los primeros cien años de nuestro país.
Hacia 1880 se consolidó el Estado oligárquico liberal argentino[2] y quedó instaurado un modelo fuertemente conservador “basado en el concepto alberdiano de amplias libertades civiles y restringidas libertades políticas” (Filmus, 1996, p. 19). A su vez, se posicionó como Estado educador y se le asignó a la educación un papel protagónico en la formación del ciudadano, reforzando sus funciones políticas en torno a: a) la generación de consenso; b) la consolidación de una memoria colectiva e identidad nacional[3] ; c) la circulación e internalización de símbolos patrios y una lengua común; d) la integración nacional; y e) la difusión de las ideas y los valores modernizadores.
No obstante, la educación también desarrolló durante esta primera etapa una serie de funciones económicas. Al respecto, Filmus (1996) señala que, por un lado, la relación con la economía se construyó mediante el papel ideológico que desplegó el sistema educativo; y, por otro, la estructura escolar posibilitó la generación de un sistema estratificado que respondía a los intereses de los sectores oligárquicos en el poder. Se puede sugerir, entonces, que dicha estructura, junto con la imposición de un currículum fuertemente centralizado y construido desde Buenos Aires, facilitó que el proyecto económico agroexportador expandiera su hegemonía a lo largo de todo el territorio nacional.
En consecuencia, este período se construyó sobre la gran contradicción que se generaba entre los ideales liberales expresados en la Constitución nacional, sancionada en 1853, que se fortalecieron con la sanción de la Ley 1420, de promoción de la educación común, gratuita y obligatoria; y un modelo político, social y económico que apelaba en lo discursivo a ideas modernizadoras, mientras excluía sistemáticamente de la participación política a vastos sectores sociales (Filmus, 1996), considerados bárbaros o incivilizados según los discursos dominantes de la época[4] .
Ahora bien, en 1916 se produjo un giro en la concepción del Estado con la asunción del radicalismo al poder. Bajo la demanda de mayor participación política, se instituyó un modelo de Estado liberal que tensionaba los patrones tradicionales de crecimiento económico e inauguraba una democracia ampliada, tornándose protector de los derechos civiles y mediador de la conflictividad social.
A pesar de ello, no se ejecutaron grandes transformaciones en el sistema educativo nacional hasta la emergencia del Estado social o Estado benefactor a mediados del siglo xx, el cual inauguró una idea de educación como derecho social universal y como vía primordial de participación para los sectores populares.
Siguiendo esta línea, podríamos argumentar que mientras nuestra historia moderna partió de una matriz sociocéntrica, a cargo de las clases ilustradas que le asignaron a la educación la tarea política de educar al ciudadano y construir una sociedad homogénea e integrada nacionalmente, el Estado benefactor inauguró una matriz Estado-céntrica con una fuerte intervención en las funciones económicas de la educación. Dichas funciones tuvieron como finalidad primordial educar, capacitar y disciplinar a los trabajadores para los desafíos de una industria en nacimiento y desarrollo. Así, la formación del ciudadano fue paulatinamente desplazada por la educación para el trabajo (Filmus, 1996).
Al mismo tiempo, la educación también cumplió funciones políticas vinculadas a la homogeneización y diferenciación. Por un lado, se encargó de la compleja socialización e implantación de normas urbanas y valores del nuevo régimen para una gran masa de ciudadanos migrantes de áreas rurales y provincias del interior. Por otro lado, asignó lugares sociales específicos a cada individuo a través de tareas diferenciadoras. Finalmente, se encargó de la distribución de ideologías a través de los textos escolares.
Sin embargo, a mediados de los años setenta el Estado benefactor comenzó a mostrar signos de agotamiento a lo largo del mundo y nuestro país no fue la excepción. Sucederían, en el marco de esta crisis, tres tipos de gobiernos: peronista (1973-1976), militar (1976-1983), y radical (1983-1989), con objetivos propios sobre las funciones económicas y políticas de la educación; los cuales no se desarrollarán a los fines de este trabajo, pero que guardan estrecha relación con las profundas transformaciones en la relación Estado-sociedad-educación que se inauguraron a partir de los años noventa.
Estado postsocial, nuevas funciones de la educación en los noventa
Durante la década de los noventa se produjo una mutación hacia un modelo de Estado postsocial o neoliberal, que instaló una nueva relación Estado-sociedad-educación, de tipo mercado-céntrica[5] y, con ella, asistimos a una redefinición de la educación y sus funciones.
La reforma estatal[6] y educativa[7] que se inició en los años noventa promovió un período de privatización y descentralización de bienes y servicios públicos junto con la transferencia total de las escuelas a cada provincia. Así, el Estado nacional resignó su rol educador y asumió nuevas funciones vinculadas a la evaluación de calidad y el control financiero. Alonso Brá (2015) argumenta que “la emergencia del discurso experto con la centralidad del currículum, la aparición de la noción de calidad y la centralidad de la evaluación, son tres hitos de esta nueva etapa” (p.12). Por ello, podemos sugerir que durante el período neoliberal la educación perdió la condición de derecho social que había ganado en épocas anteriores y su rol protagónico en la construcción, homogeneización e integración ciudadana.
A través del Estado evaluador, surgió una nueva noción de educación para el mercado, como un bien que podía ser delimitado con precisión en un intercambio entre el Estado y la sociedad civil. Siguiendo esta línea, la educación fue vista como un servicio para “la formación de competencias para la competitividad” (Tiramonti, 2001) y responsable de la capacitación de sujetos competitivos y eficientes en un mercado de trabajo cada vez más excluyente y restrictivo dentro de una economía global. Esto, a su vez, generaba una serie de tensiones en su función económica. La educación en el período neoliberal se enfrentó con la imposibilidad de dar respuesta a la demanda de empleo y movilidad social de los sectores populares. Dichos sectores, sistemáticamente excluidos del mercado laboral, se aglutinaron bajo nuevas identidades colectivas como los trabajadores desocupados que, organizados en sus territorios a través de las organizaciones de base, disputaron los sentidos de la educación y el espacio que hegemónicamente había ocupado la escuela pública.
Por otro lado, el reposicionamiento estatal en materia educativa también contempló la implantación de lógicas y valores del campo económico en la escuela. Se buscó instituir un nuevo sentido común que legitimara los destinos individuales y quebrara las expectativas respecto al ejercicio de la ciudadanía y los derechos sociales que había promovido el sistema escolar durante el Estado benefactor. Así, emergieron nuevas funciones asociadas a la integración de sectores en riesgo o marginales, lo que generó una diferenciación y estratificación de los circuitos educativos entre diferentes clases sociales. Como veremos más adelante, dicha diferenciación se reactualizó en el período posburocrático a través de la continuidad de programas y proyectos.
Ahora bien, se puede analizar que la institucionalización de políticas educativas focalizadas y compensatorias que inauguró el período neoliberal reforzó la segmentación del sistema educativo y profundizó las desigualdades sociales. Los sectores con mayor solvencia económica accedieron a circuitos educativos de élite como sucedía en los inicios del Estado moderno argentino; mientras que las capas más humildes de la sociedad se enfrentaron a una escuela pública desfinanciada por la transferencia de competencias nacionales a las provincias y municipios, con un deterioro exponencial en su infraestructura y calidad educativa, y con la instauración de nuevas funciones asistenciales.
Esto tuvo como correlato que las históricas funciones de la educación, asociadas a la integración y la transmisión de saberes, se corrieran de la escena y se introdujeran procesos de desjerarquización cognitiva[8] o desjerarquización de los procesos de enseñanza-aprendizaje (Braslavsky y Tiramonti, 1990; Tenti, 1992 en Tiramonti, 2001), junto con la emergencia de una serie de programas y proyectos de financiamiento internacional, que trajeron “nuevos lenguajes y técnicas para tratar los problemas escolares” (Tiramonti, 2001, p. 89).
Finalmente, podemos afirmar que, ante el avance del mercado sobre la legitimidad estatal, la educación se instituyó nuevamente como un instrumento de gobernabilidad. Sin embargo, Tiramonti (2001) analiza que hay diferencias sustantivas entre el modelo que inspiró la conformación del Estado moderno argentino y los ideales neoliberales y globalizantes que se propusieron en los noventa. Estas diferencias visibilizan una distancia entre un modelo que promovía la emancipación y el acceso a los derechos sociales y ciudadanos; y otro que intentó sistemáticamente cristalizar y perpetuar, a través de cada política pública y educativa, una sociedad fragmentada.
Continuidades y rupturas durante el período posneoliberal (2003-2015)
Hacia el año 2003 es posible identificar en nuestro país el inicio de un proceso político, social y económico posneoliberal. Dicho proceso llegó de la mano de un discurso fundado en el derecho ciudadano e implementó una serie de medidas en pos de recomponer la unidad nacional del sistema educativo, devolverle su carácter universalizante y redefinir la educación como un derecho social. A partir de la presidencia de Néstor Kirchner reapareció el Estado como protagonista de la escena social y dio un giro a las políticas públicas, económicas y educativas precedentes. En palabras de Abdala (2015): “Si la década de los 90 veía mutar al Estado para convertir sus funciones y retroceder del lugar principal que ocupó desde los inicios de la Nación argentina moderna, los años 2000 ven un renacer del rol estatal, una refundación del rol principalista del Estado en la educación”, que se expresó a través de la sanción de una serie de leyes, entre ellas: la Ley de Garantía del Salario Docente y 180 días de clase, la Ley del Fondo Nacional de Incentivo Docente, la Ley de Educación Técnico Profesional, la Ley de Financiamiento Educativo, la Ley Nacional de Educación Sexual y la Ley de Educación Nacional[9] (2006).
Sin embargo, Giovine (2012) y Alonso Brá (2008) advierten un proceso de hibridación a lo largo de este nuevo período que denuncia continuidades con el modelo anterior y también una serie de rupturas. Se puede sugerir, entonces, que, pese a la búsqueda de un avance estatal sobre la esfera mercantil y una instrumentación legal acorde a estos fines, este período no terminó de desplazar muchas de las lógicas instauradas durante la década anterior. Así, convivieron viejos y nuevos modos de intervención sobre la configuración del aparato estatal en general y sobre la educación y sus funciones, en particular.
En cuanto a las rupturas, Alonso Brá (2008) enumera: a) la ampliación del aparato estatal educativo; b) la ampliación de la oferta educativa; c) la revalorización del carácter público de la educación como principio orientador de las políticas; d) la atención a cuestiones sociales emergentes como el género, entre otras. Todas estas cuestiones se relacionan de forma directa con la función política de la educación. Dicha función, en esta etapa, se construyó sobre la tarea de formar sujetos de derecho que ejercieran su ciudadanía a través de la participación social. Así, se buscó contrarrestar las políticas implementadas en el período neoliberal que asimilaban a los sujetos sociales como consumidores y a la educación como un servicio para el mercado. Además, se promovió desde el aparato estatal una línea de trabajo pedagógico marcada fuertemente por la reivindicación de los derechos humanos y, con ella, se habilitó una relectura crítica del pasado que condenaba al terrorismo de Estado, “promoviendo que estudiantes visiten a los ex Centros Clandestinos de Detención, Tortura y Exterminio (Ex CCDTyE), escuchen los juicios a los represores, elaborando materiales para el trabajo en las aulas, capacitando docentes en estas temáticas, entre otras muchas acciones” (Stoppani, Baichman y Santos, 2017, p. 24). Dicha función política de la educación, en tanto acciones de reivindicación de los derechos humanos como parte del trabajo político-pedagógico en las aulas, fue puesta en cuestión durante la siguiente gestión gubernamental a través del discurso oficial y el vaciamiento de proyectos relacionados con la temática[10] .
En cuanto a las continuidades, Alonso Brá (2008) identifica que se sostuvo el alejamiento de una práctica estatal directa y se prolongaron los espacios y actores territoriales implicados en la gestión educativa[11] . Según la autora, esto profundizó la noción de lo educativo como algo que podía ser delimitado, examinado y distribuido en partes. A su vez, trastocó la tradicional noción de educación, reconfigurándola como una práctica diversa y variable que tensionaba las aspiraciones universalistas que sugerían las nuevas legislaciones.
Feldfeber y Gluz (2015) aseguran que no se avanzó en una discusión profunda respecto al carácter público de la educación. Esto tuvo como correlato la prolongación de modalidades de intervención por programas destinados a poblaciones individualizadas, los cuales yuxtaponían objetivos universales y particulares, visibilizando una fuerte tensión en la función educadora del Estado. Por un lado, la portabilidad universal del derecho a la educación y, por otro, la condicionalidad para el acceso a ciertas políticas públicas y educativas. Como indican Gluz y Moyano (en Feldfeber y Gluz, 2015):
La coexistencia entre estrategias políticas fundadas en el derecho y que por ende son potestad de cualquier ciudadano, con mecanismos de control del cumplimiento de las condicionalidades propios de la asistencialidad, habilitan una serie de representaciones y prácticas que obstaculizan el trato ciudadano, y abonan en cambio un trato diferencial y desigual. (p. 13)
Dicho trato desigual se puede analizar como una continuidad del período previo, en el que la función educadora del Estado se entrelazaba con tareas de control y contención social. En ese sentido, Giovine (2012) analiza críticamente que mientras la conformación del sistema educativo sostuvo una definición de educabilidad estrechamente relacionada con los atributos personales de los sujetos (raza, edad y género), en este nuevo período se la restringió a la vulnerabilidad o marginalidad que estos portaban y, así, se produjeron tareas de individualización y control sobre ellos. A su vez, estos procesos se dieron en el marco de nuevas relaciones entre las políticas sociales y educativas. Como sostiene Giovine (2012), “ya no solo se asistencializan las escuelas, sino que también se pedagogizan los individuos, las familias y las organizaciones comunitarias” (p. 184). Siguiendo esta línea, la autora señala que, a través de las tareas de individualización, se construyó una zona ambigua, donde la inclusión educativa y la integración social quedaron sujetas a la capacidad de agenciamiento de los sujetos sociales, promoviendo un estado de minoridad permanente. “Un estado de necesidad, de suspensión y minoridad en el que la sociedad y el Estado intervienen […] también por la potencialidad de la peligrosidad que estos sujetos suponen para el resto de una sociedad” (Giovine, 2012, p. 208) y, así, la función política de la educación quedó imbricada en tareas de gubernamentalidad.
Sin embargo, Feldfeber y Gluz (2015) relativizan esta continuidad y proponen que, más allá de los mecanismos de control desplegados por el Estado, existió una diferencia sustancial en su perspectiva más integral respecto al diseño de políticas públicas que intentaran suplir las condiciones expulsivas de la oferta educativa y el sistema escolar.
Podemos sugerir, entonces, que las medidas implementadas por el Estado guardaron ciertas ambigüedades. Por ejemplo, la Asignación Universal por Hijo (AUH) conjugó una política universal de protección social que repercutió directamente en la educación con un circuito de fiscalización[12] que desnudó en su implementación la función económica y de asistencia de la política educativa. Se plantea, entonces, “una tensión entre el cambio de paradigma y la continuidad de mecanismos de control e individualización de los sujetos en condición de pobreza que tiende a situar a estos grupos en un lugar de la sospecha de apropiarse de beneficios indebidos (Gluz y Moyano, 2013)” (Feldfeber y Gluz, 2015, p. 13).
Es en ese sentido que cabe preguntarse si este período posneoliberal inauguró una preocupación genuina por generar procesos educativos de calidad que promovieran la igualdad como punto de partida. También, si efectivamente la escuela se constituyó en la escena social como un espacio primordial de construcción de conocimiento significativo. Y, al mismo tiempo, es posible reflexionar críticamente sobre las limitaciones para recentrar sus funciones educativas en el marco de un país arrasado por la desigualdad social y la fragmentación de un sistema educativo lleno de tareas asistenciales. Todo esto permite sostener que, si bien se implementaron políticas económicas y sociales en pos de construir procesos de democratización educativa y ejercicio de la ciudadanía, estas no lograron transformar de fondo muchas de las lógicas instauradas en los noventa.
Mercantilización y privatización de la educación durante el macrismo
A partir del triunfo de la Alianza de Cambiemos a finales del año 2015, asistimos a una restauración conservadora que reeditó las viejas lógicas neoliberales de los años noventa articulando un doble discurso[13] . Stoppani, Baichman y Santos (2017) analizan que, por un lado, se sostuvo que la educación era prioridad y, por otro, se recortó el presupuesto de las escuelas públicas y se financiaron instituciones educativas privadas. Además, el Estado desde su ausencia vulneró el derecho a la educación desde varias aristas, tales como la falta de acceso a vacantes, el deterioro edilicio de las escuelas, el vaciamiento de programas socioeducativos y los conflictos salariales que desatendió.
Si nos detenemos en las características principales que inauguró el macrismo en el poder, podemos sostener que nuevas tendencias privatizadoras[14] sobre el aparato estatal impregnaron de forma profunda los sentidos construidos en torno a la educación y el sistema educativo. Nuevamente entró en escena el mercado como regulador educativo, pero esta vez de la mano de grupos empresariales privados nacionales, regionales y multinacionales, que buscaron legitimar su poder a través de procesos de privatización y mercantilización (Feldfeber, Puiggrós, Robertson y Duhalde, 2018). Entonces, la educación como derecho universal fue desterrada del discurso estatal y redefinida como un servicio subsidiario a favor de las necesidades del mercado, el homo corporativo, el mundo del trabajo y el proceso global.
Retomando los aportes de Stoppani, Baichman y Santos (2017), podemos argumentar que lo educativo fue pensado como una mercancía de intercambio entre intereses privados, dejando lo pedagógico subsumido a intereses individuales. Es en ese sentido que se firmaron una serie de convenios con empresas privadas y ONG que constituyeron un proceso de desestructuración y redefinición de la educación pública y fomentaron la apertura al capital privado. Así, se formalizaron ofertas educativas privadas, por ejemplo, de formación docente, que promovían principios eficientistas y tecnocráticos en el terreno educativo. En relación con esto podemos analizar, entonces, que las históricas funciones políticas de la educación en cuanto a la democratización y construcción del lazo social quedaron subsumidas a las dinámicas propias del mundo empresarial sobre el terreno educativo, que asimilaban la escuela a una gran empresa. Ya no se buscaba homogeneizar, sino fragmentar para que los sujetos compitieran entre sí. Así, el Estado fortaleció las funciones económicas de la educación instaurando un discurso[15] principalmente emprendedorista[16] y meritocrático que intentaba justificar las altas tasas de desempleo e invisibilizar un proyecto de flexibilización laboral bajo la figura de pasantías.
A su vez, asistimos a un retorno del discurso sobre la calidad educativa y una cruzada oficial contra la educación pública, enunciada como deficitaria en comparación a las ofertas de la educación privada. A modo de ejemplo, podemos citar las declaraciones públicas del entonces presidente Mauricio Macri durante la presentación de los resultados del Operativo Aprender durante marzo del 2017, cuando sostuvo que
[…] es increíble que cinco de cada diez chicos no comprendan un texto en la escuela pública. En la escuela privada, son dos de cada diez. Y en eso también tenemos que trabajar, en terminar con la terrible inequidad entre aquel que puede ir a una privada y aquel que tiene que caer en la escuela pública. (Página 12, 2017)
Este tipo de discursos fueron los que justificaron el protagonismo de las pruebas estandarizadas internacionales durante este período, tales como el Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos (PISA) y los operativos “Aprender” a nivel nacional; junto con la mala prensa sobre los resultados educativos de las escuelas públicas en todos sus niveles.
Ahora bien, en relación con la función política de la educación, podemos argumentar que no solo fue desplazada por los intereses del mercado, sino que también la lógica neoliberal buscó implementar una avanzada contra los derechos humanos y la memoria. Stoppani, Baichman y Santos (2017) nos proponen detenernos en el análisis de algunos hitos del gobierno y desde allí repensar cómo construyó a los sujetos y qué proyecto de sociedad buscó instalar. En ese sentido, las autoras sugieren que es a través de la relectura del pasado que se construye una memoria colectiva. Sin embargo, el Pro, por medio de la relativización del terrorismo de Estado y de la persecución docente, buscó desalentar el trabajo político en las aulas en tanto espacio primordial para conocer la historia nacional y, con ella, problematizar la violación de los derechos humanos de ayer y de hoy.
A modo de síntesis podemos sostener que el macrismo inauguró una nueva relación educación-mercado-sociedad que reeditó los ideales del período neoliberal y profundizó una educación para recursos humanos, implementando un modelo educativo excluyente, disciplinante, privatizador, mercantilista e individualizante (Stoppani, Baichman y Santos, 2017). Esto se reflejó, por ejemplo, en las declaraciones públicas que el entonces ministro de Educación, Esteban Bullrich, realizó en el marco de la 22ª Conferencia Industrial Argentina. Allí expresó que no hablaba como titular de la cartera educativa, sino como “gerente de recursos humanos” y solicitó “una mayor articulación entre el mundo empresarial y el sistema educativo destacando que si tenemos la mejor educación tendremos las mejores empresas del mundo. Para eso debemos preparar recursos humanos de excelencia” (Feldfeber, Puiggrós, Robertson y Duhalde, 2018, p. 37).
Consideraciones finales
En el presente artículo se ha indagado en la relación Estado-sociedad-educación tomando como eje de análisis la estructuración del sistema educativo público a lo largo de los últimos treinta años. Se han abordado los procesos de descentralización educativa iniciados en los años noventa a través de la instauración de nuevas articulaciones político-administrativas que modelaron una educación para el mercado. Luego, durante el período posburocrático, se ha indagado sobre el giro universalista de las políticas sociales y educativas que promovieron nuevos sentidos sobre los sujetos de la educación en tanto sujetos de derecho y participación social y sobre las continuidades, rupturas y tensiones que promovió este período, en tanto convivencia entre viejas y nuevas lógicas que yuxtaponían aspiraciones universalistas con lógicas tutelares a través de programas focalizados y compensatorios. Finalmente, se ha estudiado la profundización del proyecto de pluralización de los centros de regulación educativa con la asunción de Cambiemos en el año 2015 que reeditó viejas lógicas neoliberales de los noventa junto con una redefinición de la educación como mercancía.
A partir de este recorrido, se puede argumentar que cada transformación del aparato estatal trajo consigo una redefinición de la administración[17] y gestión de lo público y de lo educativo. Es en ese sentido que podemos decir que tanto las mutaciones en los modelos de Estado como las configuraciones de la administración y de la gestión estatal hacen educación, en tanto precisan su significado y las funciones del sistema de instrucción público; definen el tipo de proyecto pedagógico legítimo en una época; definen los sujetos protagónicos; promueven determinado tipo de vinculación con el mercado laboral; suponen cierta forma de entender los procesos de enseñanza-aprendizaje; configuran el tipo de relaciones que se establecen dentro de las escuelas; y promueven una forma de vinculación con la historia y la memoria nacional.
Stoppani, Baichman y Santos (2017) argumentan que todo modelo educativo responde a un proyecto político que construye las condiciones generales para desarrollar un tipo de políticas públicas y educativas. Por ello, es de suma importancia profundizar los debates en torno a la educación y sus funciones para, desde allí, visibilizar resistencias y configurar como tarea social e intelectual urgente que, tanto docentes como educadores, disputemos un lugar central en la construcción de nuevas políticas educativas y seamos capaces de profundizar nuestros colectivos para el desarrollo del pensamiento crítico y la lucha por la democratización de la educación en las aulas y en las calles.
Notas
[1] Estudiante del ciclo de complementación curricular de la Licenciatura en Educación (UNQ).
[2] En 1880 Julio Argentino Roca llegó al poder y con él, los ideales modernizadores y liberales de la Generación del 80. En paralelo, a nivel mundial el capitalismo expandía su influencia y hegemonía.
[3] Según los aportes de Emiliano Negro (2018), “la escuela fue gestada como institución en virtud de objetivos netamente políticos” (p.41), tales como desterrar huellas originarias para educar una ciudadanía moderna.
[4] Filmus (1994) plantea que la falta de educación justificaba el bajo protagonismo político y legitimaba la exclusión social. No obstante, aunque la educación no aseguró la movilidad social, sí fortaleció las demandas de mayor integración social y política que desembocaron en la universalización del voto y la Reforma Universitaria.
[5] Abdala (2015) explicita que el mercado se configuró como receptor de las demandas sociales, entre ellas la de educación, las cuales atendía desde el paradigma de la competitividad y la eficiencia.
[6] El Consenso de Washington (1990) promovió la no intervención estatal en la economía junto con la apertura al mercado y la reducción del gasto público. En Argentina esto se expresó a través de la Reforma del Estado.
[7] La Reforma y su eslogan “un ministerio sin escuelas” grafica la instauración de un nuevo paisaje educativo. Sin embargo, encuentra huellas en la última dictadura cívico-militar a través de las transferencias de las escuelas.
[8] Braslavsky y Tiramonti (1990) sostienen que “el modelo de desjerarquización cognitiva contribuyó al mantenimiento del continente educativo, aunque no del contenido” (p. 152).
[9] La derogación de la LFE y la sanción de la nueva Ley de Educación Nacional constituyó un cambio del rumbo en el campo educativo, un quiebre del consenso y discurso reformista neoliberal de los noventa.
[10] Stoppani, Baichman y Santos (2017) señalan que esta novedad restauradora se visibilizó a través del desfinanciamiento de los proyectos educativos asociados a la construcción de memoria y los derechos humanos junto con un discurso oficial que adhería expresamente a la teoría de los dos demonios.
[11] Alonso Brá (2015) explica que “si para las primeras décadas del siglo xx nuestro sistema educativo es casi una burocracia ideal, en los términos weberianos, actualmente conlleva esa agregación diversa […] que deja a la par una tradicional escuela normal nacional con el centro comunitario barrial de un bachillerato popular” (p. 19).
[12] Giovine (2012) considera que la opción metodológica de constatar “situaciones de crisis o emergencias […] redireccionaron las políticas hacia el gobierno de múltiples pobrezas, para las cuales algunos derechos ciudadanos podrán transmutar en necesidades” (p. 167).
[13] En palabras de Stoppani, Baichman y Santos (2017): “Lo que parece emerger en el seno de proyectos políticos como el macrista es una imagen de lo educativo que no se muestra homogénea. Esto significa que por momentos parece otorgarle al Estado un rol principal […] y por momentos prima un discurso de subsidiariedad de lo educativo a las necesidades del mercado y el llamado «mundo del trabajo»” (p.11).
[14] El discurso oficial apeló al financiamiento educativo. Sin embargo, de forma paralela, se produjo un desfinanciamiento y una subejecución presupuestaria de los distintos programas.
[15] Discurso que, a su vez, instituyó y responsabilizó a los sujetos sociales sobre sus destinos educativos, “ya que es falta de esfuerzo la que fundamentaría la pérdida de trabajo de algunos y no las decisiones gubernamentales neoliberales” (Stoppani, Baichman y Santos, 2017, p. 25).
[16] Stoppani, Baichman y Santos (2017) remarcan que “el gobierno sostiene que el sistema educativo debe educar para la incertidumbre, formar para trabajos que aún no se han creado y generar un espíritu emprendedor” (p. 25).
[17] Alonso Brá, Judengloben, Álvarez y Coppola (2008) sugieren que “la administración como práctica es un proceso –difícilmente lineal– de definición o de agregación conflictiva, implicado en la materialización de la política educativa en ámbitos y con sujetos particulares” (p. 1).
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Ilustración de esta página: Montalvetti, S. (2021). Hacia donde los pies quieran ir… [collage y collage digital]. Programa de Cultura de la Secretaría de Extensión Universitaria de la Universidad Nacional de Quilmes, convocatoria artística “Imaginerías de una lucha”. Bernal: UNQ.
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